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El hombre relacional: apetitos, deseos y hábitos

Hemos visto que la realidad viene interiorizada por el hombre gracias al conocimiento: “El conocimiento es una relación entre un sujeto y un objeto: Lo que distingue al conocimiento de las demás actividades inmanentes [interiores] que hallamos en los seres vivientes, es que establece una relación sui generis entre dos términos correlativos que pueden llamarse, en lenguaje moderno, el sujeto y el objeto” (Vernaux: 38). Dicha relación establece una unión que es “radicalmente distinta de la síntesis física o química, en la que cada elemento pierde su naturaleza propia y se funde en un todo (…). En el conocimiento, el sujeto, aun permaneciendo él, capta el objeto como tal, como distinto, como diferente de él” (Vernaux: 39).

Si el conocimiento implica una relación –o asimilación– que no supone la anulación de lo conocido, entonces, el hombre permanece en una continua referencia hacia las cosas y las personas que conoce. Esta relación nos habla de una apertura fundamental del hombre hacia la realidad, sobre todo cuando ésta es conocida. Necesita remitirse constantemente a esas cosas que va conociendo, si no las olvida o simplemente vive como si no las conociera. A esta dimensión de la persona le podemos llamar relacionalidad. Se trata de una cualidad tan esencial y natural como la propia racionalidad.

La relación del hombre con lo conocido admite diversos grados de implicación, y genera distintas respuestas. Frente a lo conocido se puede experimentar interés o rechazo, miedo o agrado. A esta modalidad de la relación se le ha llamado tradicionalmente apetitos. Los apetitos son inclinaciones, tendencias, amor o rechazo hacia las cosas o personas conocidas. Por eso decimos que las personas, cuando conocen, no sólo reconocen las cosas según lo que son, sino también según lo que son para mí: buenas, malas, agradables, repugnantes, indiferentes, etc. Conocemos con una cierta inclinación hacia las cosas. Los apetitos pueden ser naturales o voluntarios, conscientes o inconscientes. La libertad puede modificar un apetito natural, ya sea ratificándolo, sacrificándolo, contradiciéndolo, dilatándolo, etc.



Los apetitos nos hablan del fin de la persona y de los seres vivos, porque el conocimiento tiende a favorecer aquello que nos proporciona bienes. Un apetito, en fin, no es más que una “tendencia hacia”, algo que otorga direccionalidad al conocimiento y a la conducta: “Las funciones apetitivas son las tendencias que mueven al ser vivo hacia su autorrealización, en virtud de una iniciativa que sale de él: Todos los seres vivos naturales están inclinados a lo que les conviene, pues hay en ellos cierto principio de inclinación por el que su inclinación es natural. El movimiento de un ser vivo nace de sí mismo y busca lo que es bueno para él: por eso tiene tendencias o inclinaciones” (Yépes Stork: 17). Todos los seres vivos tienden hacia lo que es su bien; en el caso del hombre, este paso requiere cierta madurez de la libertad y de los apetitos.

De hecho, en el hombre cabe distinguir dos grados de apetitos o impulsos: los materiales y los espirituales. No es lo mismo tener hambre que estar cansado de comer lo mismo, estar fatigado que estar triste, reírse que ser feliz. Existe una escala de apetitos que involucran el cuerpo y también la voluntad. Cuando el bien que se busca es próximo hablamos de apetitos concupiscibles (hambre, sed, sueño, pulsión sexual, etc.), en cambio cuando la inclinación no es causada por un objeto cercano sino remoto, se llama apetito irascible (ser exitoso, deseo de realizar un proyecto, avidez de venganza, amor a un ser lejano, nostalgia, duelo, etc.): “La captación de los valores en el pasado y en el futuro según los articula sensibilidad interna funda el impulso (thymós, apetito irascible) y permite referir el deseo a valores que están más allá del presente inmediato de la sensibilidad” (Yépes Stork: 18).

A los apetitos inmediatos (concupiscibles) se les llama también deseos, mientras que los que provienen del apetito irascible se les puede llamar impulsos. Los impulsos son más valiosos que los deseos. Sin embargo, no es fácil distinguir entre ambos en la conducta, ya que el comportamiento del hombre es unitario. Por ejemplo, el deseo de comer puede subordinarse al afán de llegar a ser una “top model” o un buen atleta: “En el hombre los sentidos y los apetitos sensitivos ni son fin en sí ni se subordinan al orden cósmico universal, sino que están en función de la inteligencia y de la voluntad humanas respectivamente” (Sellés). De este modo, podemos decir que todo el obrar humano es inteligente y libre; es, al mismo tiempo, natural y corpóreo-espiritual.

De todo esto se derivan realidades muy importantes a la hora de conocer y comprender el comportamiento humano. El hombre es un ser relacional, y alcanza su fin mediante las relaciones que establece con la realidad que le rodea. Por ejemplo, una persona puede dejarse llevar por el apetito (concupiscible) de beber alcohol a causa del bienestar que le proporciona: le ayuda a desenvolverse mejor, a pasarla bien, etc. No obstante, la respuesta constante a un apetito va generando un hábito que no es exactamente un comportamiento automático e inconsciente, pero sí una acción que va moldeando el comportamiento libre de las personas. Todos tenemos experiencia de cómo la respuesta afirmativa al deseo genera una atracción cada vez más fuerte, esto es un hábito: Los hábitos pueden ser buenos o malos, favorables o perjudiciales para el desarrollo del hombre, como por ejemplo el alcoholismo, que consiste en un hábito que busca el placer de la excitación o de la evasión que va en detrimento de la salud, y por tanto es un vicio. Los hábitos van desplazando a los impulsos orgánicos, para bien o para mal (cfr. Yépes S.:19).

Lo determinante en el hombre son los hábitos no los deseos. De igual modo, en la consecución de un bien arduo los hábitos son fundamentales. Para llegar a ser un buen violinista, una persona debe adquirir el hábito de la disciplina. Los hábitos van configurando el modo de relacionarnos con los objetos y con las personas. Para ser una persona de confianza, se debe fomentar le hábito de la honestidad, y así sucesivamente.

Las virtudes o los vicios se adquieren a lo largo de la vida. En este proceso, de adquisición o aprendizaje, interviene otra característica fundamental del hombre, como ser relacional, que es el deseo mimético o tendencia a imitar. Si lo pensamos casi toda la conducta humana consiste en esto, en imitar. Imitamos no sólo el modo de definir las cosas, en un lenguaje concreto, sino también las actitudes que captamos, las reacciones, las valoraciones, etc. “El mejor predicador es Fray Ejemplo” reza un dicho popular. Entre dos sujetos se puede establecer una relación cognoscitiva inagotable porque, es con las personas con las que aprendemos los hábitos que nos llevan a alcanzar los fines que nos proponemos.

René Girard (1923)
El deseo mimético ha sido ampliamente estudiado en nuestro tiempo por el antropólogo y crítico literario René Girard: “Para Girard, el deseo humano es esencialmente mimesis o imitación, es decir, nuestros deseos se configuran gracias a los deseos de los demás (…). En esta mimesis de deseo, los objetos se eligen gracias a la mediación de un modelo. Por otra parte, si un individuo imita a otro cuando este último se apropia de un objeto entonces nos encontramos con la mimesis de apropiación de la cual puede surgir la rivalidad o el conflicto, porque el objeto entra en disputa. En definitiva, el objeto puede caer en el olvido por parte de los antagonistas, entonces se pasa de la mimesis de apropiación a la mimesis de antagonista ya que el deseo mimético del objeto se transforma en obsesión recíproca de los rivales, y una vez que aumenta el número de rivales, los antagonistas tienden a escoger el antagonista del otro” (Girard en wikipedia).

Templanza  -  Prudencia  -  Fortaleza  -  Justicia
La relacionalidad humana, por tanto, debe ser orientada hacia la imitación de lo que es bueno y provechoso para el hombre, y hacia el respeto de los bienes del otro. Esto da origen a la configuración de una ética de las virtudes, que consiste en el estudio de los hábitos que facilitan la relación del hombre consigo mismo, con las cosas y con los demás. La respuesta acertada a la conducta buena que corresponde hacer en cada momento, se llama hábito de la prudencia; la relación del hombre consigo mismo que le ayuda a poseerse para alcanzar los fines más nobles y difíciles se llama hábito de la fortaleza; la medida racional que regula los apetitos concupiscibles se llama hábito o virtud de la templanza; y, por último, el respeto hacia lo que es de otro o el hábito de dar a cada persona lo que le corresponde –sea físico o material– se llama justicia. Pero de las virtudes podemos hablar en otra ocasión.


Bibliografía (no on-line):
Verneaux, Roger, Filosofía del hombre, Herder, 1979.
Yépes Stork, Fundamentos de Antropología, Eunsa, 2003.

Ver también:
Tendencias que generan violencia

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