Los días cercanos a cada 26 de Junio nos regalan la oportunidad de reflexionar en alguna de las enseñanzas de San Josemaría Escrivá de Balaguer, que celebra un nuevo aniversario de compartir la casa del Cielo con tantas personas, con Dios, que es también Persona y no una entelequia como solía decir San Josemaría.
¿Y qué son las virtudes? Conviene evitar una concepción demasiado exterior –con tendencia al perfeccionismo– de las virtudes. La sociedad de hoy demanda muchos hábitos de comportamiento con miras a ser exitosos. Exige puntualidad, pulcritud, transparencia, inteligencia, simpatía, cordialidad, estabilidad emocional, etc. Sin embargo, la vida realmente virtuosa exige mucho más que esas buenas obras. Supone una transformación de todo nuestro ser, ¡del corazón!y por eso, hacen al hombre, a la mujer, más buenos, menos competitivos y egocentristas, más y más dados a los demás, serviciales y pacíficos.
Vivir con esta radicalidad, es camino de santidad porque se va forjando una personalidad parecida a la de Jesucristo. Dios se hizo hombre para enseñarnos a ser buenos y virtuosos conforme al plan del Creador. Y todo esto para que nuestro vivir sea más pleno. Se trata de una verdad que se experimenta, y no de un beneficio previo al esfuerzo. Por eso, esforcémonos por ser más virtuosos y veremos cómo nos sentiremos más libres y menos condicionados por los demás, por la situación económica, por el clima, por las noticias, por el tráfico, por las personas groseras. Seremos, en definitiva, mucho más felices.
En esta ocasión me ha venido a la mente esa expresión que solía repetir y que creo que resume muy bien una de sus enseñanzas acerca del comportamiento de un buen cristiano: la importancia de ser virtuosos.
“Ni votos, ni botines, ni botones, sino virtudes” decía. Parece un juego de palabras para resaltar la importancia de las virtudes en la vida diaria, pero yo creo que es más que eso. Seguramente no hacía este tipo de interpretaciones pero, para mí, las tres palabras se refieren a gremios concretos: a los monjes y monjas, a los militares y a los “abotonados”, o sea, a los que se visten de camisa, chaqueta y corbata: gerentes, abogados, políticos, empresarios, analistas, médicos, economistas… También podemos pensar en todas las personas prestigiosas, premiadas con el nóbel o con cualquier otro “botón” de honor o reconocimiento a los méritos.
No interesan los méritos, ni el convento, ni las armas… Parece un poco fuerte la expresión, sin embargo tiene mucho sentido. Lo que garantiza que un religioso viva bien su estado, que un militar cumpla rectamente con su trabajo y que un juez, entre otros, aplique la justicia, son las virtudes que tenga y no el cargo que ocupe o los reconocimientos que obtenga. Interesa que las personas, estén donde estén, sean virtuosas. ¿Para qué? Para que la sociedad camine bien, para que todos seamos cada vez más felices. A veces procuramos dar con soluciones externas a los problemas que, en realidad, son internos, porque tienen su origen en el corazón de las personas, como la trampa, la usura, los robos, los homicidios, el plagio, etc.
La vida virtuosa –esa que invitaba a vivir San Josemaría– supone la coherencia de vida; un compromiso serio de tener buenos hábitos, incluso en los momentos más íntimos de nuestra vida, sin caer en esa doble moral de las virtudes públicas y los vicios privados. Nos conviene ser virtuosos cuando estamos solos y cuando estamos acompañados; estando en confianza o cuando sabemos que nos están evaluando para darnos un ascenso… Coherencia también para no ejercitarnos únicamente en aquellas virtudes que nos conviene tener para “ganar”, sino también en esas que nos ayudan a “perder” frente a la sagacidad del vicioso, o del ambicioso, que sólo busca su propio beneficio. Estas virtudes son la comprensión, la humildad, la paciencia, el perdón, la generosidad, la mansedumbre, la confianza. Sí, todas ellas también forman parte del programa de crecimiento en virtudes. Mira cómo lo explica San Josemaría:
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