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El lenguaje del dolor


Muchas veces la vida nos pone ante situaciones que nos desequilibran, de las que no somos
dueños y que nos hacen sufrir. Se trata de un mal real que nos daña interiormente y que no podemos negar. Se descubre entonces que, frente al sufrimiento, no hay diferencias entre las personas: el dolor termina siendo una experiencia común a todos.
Según Kierkegaard: “la vida no es un problema que tiene que ser resuelto, sino una realidad que tiene que ser experimentada.” Es decir, enfrentar esas situaciones y vivirlas forma parte de la vida del hombre, de su camino a descubrir y
recorrer.

La iniciativa de vivir la vida no ha sido nuestra, pero sí el cómo. Por eso, en situaciones duras seguimos siendo dueños de cómo “encajar los golpes”, de cómo enfrentar esas circunstancias difíciles. Dentro de la impotencia que podemos sentir, aun somos capaces de elegir el modo de hacerlo. Y entonces aprender a vivir implica también aprender a sufrir.

El dolor humano es algo muy serio. Es importante reconocerlo, aceptarlo e intentar integrarlo en la propia vida, puesto que es parte de ella; no es una realidad aislada. Su presencia puede hacernos personas cerradas o, si lo sabemos enfrentar, puede ayudarnos a madurar, porque nos enseña a dejar de lado mucha hojarasca que acumulamos. “Quien no sabe qué hacer con el dolor propio y ajeno, quien no acierta a descubrir su misterioso sentido, llevará necesariamente una vida desgraciada o de penosa superficialidad.”(Alejandro Llano, La vida lograda, pág. 80).

El sufrimiento, a veces, nos hace renunciar a nuestros planes, deseos, esperanzas. Nos puede quebrar los cimientos. Lo importante es que aunque eso suceda, todos tenemos la posibilidad de levantarnos, de volver a construir la esperanza, de recuperar o redescubrir el sentido de aquello que nos sucede. La vida solo puede ser comprendida hacia atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia adelante. Entonces podemos aprender de los errores y seguir confiando sin miedo al futuro o a tener que renunciar a algunas cosas por un episodio de injustica, una enfermedad o cualquier limitación.

Esto es posible porque el dolor nos enfrenta con nosotros mismos, con lo más íntimo de cada uno: nos pone cara a cara con aquellas raíces sobre las que construimos nuestra vida. Vemos que en ocasiones nos afanamos en lograr metas vanas, buscamos objetivos superfluos, construimos proyectos insustanciales, o tenemos modos de ser poco profundos. El dolor nos ayuda a redimensionar la realidad. Aprendemos a amar de verdad, a perdonar los errores ajenos al palpar la propia debilidad; a ser más comprensivos con los demás. En ese sentido, el dolor puede hacer surgir lo mejor de nosotros mismos; podemos descubrir aquellos principios configuradores sobre los que construimos nuestra existencia, y rehacerlos si encontramos que nos habíamos equivocado.

Si aprendemos a vivir, a ser buenos en todas las situaciones y circunstancias, también sabremos
serlo en las dificultades porque tendremos desarrollados unos principios, unas bases sólidas de
las que aferrarnos. Esas bases pueden ser el saber perdonar, ofrecer con alegría lo que nos sucede por los que sufren una pena distinta o más intensa, tener un amor profundo hacia los demás, que justamente se afianza y profundiza en el sacrificio personal, y que permite seguir creciendo interiormente.

El dolor no nos degrada, no nos hace menos que los otros. Al contrario, es una realidad que puede engrandecernos. Así como los amigos se prueban por su perseverancia en los momentos difíciles, nuestra grandeza también se demuestra cuando nos enfrentamos con los obstáculos. Es que el hombre no se reduce a lo que creemos ver: es más profundo, más grande. El valor intrínseco y la dignidad personal de todo ser humano no cambian, cualesquiera que sean las circunstancias concretas de su vida. Un hombre, aunque esté gravemente enfermo o se halle impedido en el ejercicio de sus funciones más elevadas, es y será siempre un hombre. Siempre posee el poder de realizarse y transformarse a través de las crisis y de las pruebas de su vida, y así de ser verdaderamente feliz: “No se trata, ordinariamente, de una felicidad clamorosa, sino de una tranquila serenidad, fruto de haber asimilado el dolor y los llamados “golpes del destino”.
Es preciso convencer a los otros –sin ocultar las propias dificultades- que ninguna experiencia de la vida es en vano. Siempre podemos aprender y madurar –también cuando nos desviamos del camino, cuando nos perdemos en el desierto o cuando nos sorprende una tempestad. Gertrud Von Le Fort afirma que no sólo el día soleado, sino también la noche oscura tiene sus milagros.”

Vivir el dolor. Sufrir el dolor. Recorrer el camino del dolor.

Personalmente, creo que el Dios de los cristianos muestra un ejemplo paradójico, que contrasta con el de otros dioses: su vida es un recorrer el sufrimiento y demostrar el sentido por el que seguir adelante. Enfrentar bien los problemas es lo que nos hace buenos. Para esto es importante aceptar la realidad que nos toca y quererse y aceptarse a uno mismo y a los demás en ese dolor. Luchar contra lo que podemos luchar, pedir las ayudas necesarias, sin enojarnos por lo que no sale.

Ser fuertes en esas situaciones es empezar por aceptar que las personas, los sucesos, nos afectan
profundamente, nos hacen cambiar, nos dejan sin respuestas. Fortaleza significa ser pacientes para esperar, para no pretender quitarnos de encima un motivo de dolor en lugar de hacerlo propio y enfrentarlo.

Romano Guardini habla de que el sabio es el que acepta la realidad en su integridad y acepta las exigencias de esa realidad. Y aquí elige el mejor modo de desarrollarse como persona, y lo elige libremente. Es importante aprender a respetar las exigencias de todas las realidades que entran en juego en un instante preciso del propio vivir. Se logra entonces convertir esas mismas circunstancias en fuente de aprendizaje.

Refiriéndose a su trabajo con pacientes terminales, la psicoanalista Marie de Hennezel comentaba: “Al hacer esta elección, yo no sabía hasta qué punto la proximidad del sufrimiento
y de la muerte de los otros me enseñaría a vivir de otra manera, más conscientemente, más intensamente. No sabía que un lugar pensado para acoger a moribundos puede ser algo diametralmente opuesto a un lugar para morir, un lugar donde la vida se manifiesta con toda su fuerza. No sabía que iba a descubrir mi propia humanidad, que en cierto modo iba a sumergirme
en el meollo de lo humano"

De hecho, existe una relación directamente proporcional entre la capacidad de sufrir y la capacidad de ayudar a quien sufre. La experiencia diaria enseña que las personas más sensibles al dolor de los demás y más dedicadas a aliviar su dolor, son también las más dispuestas a aceptar,con la ayuda de Dios, sus propios sufrimientos.


“La mirada del otro es lo que me condiciona”, decía Lacan. ¿Cómo puede comprender y consolar quien no ha sido nunca destrozado por la tristeza? Hay personas que, después de sufrir mucho, se han vuelto sensibles, comprensivos y acogedores frente al dolor ajeno. Han aprendido a amar, y esto les permite animar a los que sufren a ser mejores porque les transmiten la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, que, con paciencia y constancia, pueden desarrollar. Son capaces de posar sobre ellos una mirada llena de compasión y ternura, en lugar de subrayar su deficiencia.

Descubrirnos vulnerables frente a lo que no controlamos no nos destruye sino que nos abre de algún modo a lo que nos puede reconstruir. Significa reconocer aquello que nos falta para ser más plenos y abrirnos entonces a la ayuda del otro (un amigo, un familiar, un Dios). Tal vez es esa apertura la que puede dar sentido a nuestro sufrimiento y, entonces, nos cura.

“Cuando la vida te presente razones para llorar, demuéstrale que tienes mil y una razones para vivir.” La vida merece la pena ser vivida hasta el final. Valorar todo lo bueno que tenemos y que la vida nos da. Saber sonreírle a la vida en medio del dolor, mirar para adelante -incluso aunque se trate de la muerte-, descubrir la propia libertad interior para perdonar y liberarnos de los rencores. En la humildad y el valor con que se sobrellevan los sufrimientos nos podemos revelar como verdaderos maestros de vida.

El misterio de existir y de morir no es dilucidado, pero es vivido plenamente. El dolor puede hacer que una persona sea lo que estaba destinada a ser; puede ser, en el sentido total de la palabra, una culminación o una plenitud.

Pilar de Antueno

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