Ya casi terminamos el repertorio de virtudes en clave de Sol: Dominio de sí. Responsabilidad. Misericordia. Afabilidad. Solidaridad. Laboriosidad. Sinceridad...
Aunque suene un tanto negativo, podemos comenzar considerando cómo la mentira está a la orden del día: prendes la TV y seguramente escucharás alguna que otra falsedad. Abres el periódico y te topas con declaraciones falsas, calumnias, opiniones sin fundamento. Sales a la calle y la gente te engaña por cualquier tontería para conseguir algo de tí, desde la manipulación de la publicidad hasta un vendedor deambulante que te seduce con un producto de mala calidad haciéndolo pasar por bueno. Más grave aún es el engaño en el seno de la propia familia: entre esposos, padres e hijos, entre hermanos, que se está generalizando y es una verdadera fuente de rupturas, peleas y decepciones. El bombardeo de palabras al que nos exponemos a diario esconde muchas ¡muchas! falsedades. Al mismo tiempo, notamos la propia tendencia a mentir para quedar bien, para rehuir de un compromiso, para conseguir algo, para simular, para esquivar una situación, para excusarnos, para hacernos las víctimas de un acontecimiento, etc., etc., etc.
Hay un refrán que dice que mil mentiras no hacen una verdad. Casi lo mismo puede decirse respecto a la sinceridad: mil mentirosos son mil mentirosos, ninguno es virtuoso, nadie es sincero. No existen mentirosos buenos, así como tampoco hay mentiras blancas. El problema está en que la mentira no resta valor, no suple, no sacia la sed o la necesidad que tenemos todos de que se nos diga la verdad, por eso crece la indignación y el desencanto. Mientras no se fomente la sinceridad, la franqueza y la honradez entre los miembros de la sociedad, seguiremos erosionando las relaciones humanas y la propia integridad personal. A veces uno se pregunta si la cantidad de padecimientos psíquicos que se sufren hoy en día, no vienen desencadenados por la terrible tensión que experimentamos cuando tenemos que mentir y mantener una mentira, aparentar e incluso tener como varias vidas en paralelo (y en digital). Así como el que come demasiado y no hace ejercicios engorda, el que dice mentiras y no se ejercita en la sinceridad (comenzando y recomenzando si caemos en falsedades o excusas) acaba viviendo una vida demasiado pesada, asfixiante y aparatosa.
Lo cierto es que el hombre está hecho para conocer la verdad. Toda persona está abierta a la realidad. Tenemos los cinco sentidos que son como cinco puertas para acceder al exterior. Luego, de lo íntimo pasamos a lo externo, de la capacidad de tener "un dentro" se nos invita a comunicarlo con autenticidad. La sinceridad es la virtud que nos invita a ser transparentes, a reflejar exactamente lo que llevamos dentro, lo que pensamos y lo que nos pasa. Mostrarnos como somos, sin aparentar, sin engaños ni reservas.
Pero la sinceridad no es exhibicionismo ni desinhibición social; no está reñida con la guarda de la propia intimidad y de los propios sentimientos. Toda verdad acerca de nosotros mismos posee un valor inestimable, y es lógico que nos protejamos, sin aparentar, con responsabilidad. Una vez escuché a una presentadora de TV decir que, durante varios años, se había escondido de los periodistas pues quería proteger la intimidad de su hogar, recién formado, y llevar su casa con normalidad. Nadie puede decir que esto es una falta de sinceridad, al contrario, es una manifestación de la veracidad con la que asume sus compromisos y cuida de los suyos.
En cambio, cuánta falsedad y engaño puede haber en una persona que, aparentemente, exhibe su intimidad como si aquello no tuviera valor, como si no le doliera o como si no le importara. Por lo general estas personas están "ocultando" grandes heridas, abusos, soledad, irrespetos a su dignidad, que luego les llevan a no querer mantener una intimidad que pueda volver a ser ultrajada. Exponiéndose de esta forma demuestran una gran vulnerabilidad e inseguridad.
Retomando el tema de la transparencia, además de guardar sinceramente la intimidad, debemos aprender a ser sinceros en todo: en nuestras conversaciones, en nuestras opiniones, en nuestros argumentos. Manifestar lo que llevo dentro con educación, con delicadeza. Pero resulta que a veces uno se impresiona de lo que lleva dentro: críticas, disgustos, quejas, pesimismo... Por eso, aprender a ser sinceros implica también aprender a ver las realidad con otros ojos, con los ojos del cariño y de la comprensión.
¡Qué fácil resultaría ser cabalmente sinceros si todo lo que hubiera en nuestro interior fuese bueno y provechoso para los demás! Pues éste es el punto de partida de la sinceridad. Cultivar una mirada limpia, unos juicios ponderados y, sobre todo, el afán no de quedar bien sino de dejar bien parada a la
realidad sin distorsionarla. Se puede decir con toda sinceridad algo difícil, cuidando los modos. El exceso de benevolencia de algunas personas puede ser hipocresía, dureza de corazón. En cambio, el que corrige, el que expresa una opinión contraria, el que disiente, si lo hace con corazón abierto y por respeto a quienes lo escuchan, manifiesta tener un corazón grande.
Los filósofos de Atenas se indignaban frente a unos personajes, los sofistas, que hicieron del discurso y la enseñanza un entretenimiento barato. Buscaron más el disfrute, el halago del público, que la propia verdad de las palabras y de las cosas. Con los sofistas las palabras se desvincularon de las cosas reales, y se vincularon al egoísmo del halago y de la complacencia. Mentir parece ser un buen negocio porque, aparentemente, complace y divierte. Sin embargo, la fuerza de la verdad es tan grande que a los sofistas los conocemos así en genérico -salvo pocas excepciones- en cambio a Platón a Sócrates y a Aristóteles los conocemos nominalmente, y además han dejado una obra de conocimiento magistral que se estudia en los cinco continentes. Lo que perdura, lo que trasciende y no pierde su vigencia es lo verdadero.
Por su parte, la tradición cristiana nos trae una novedad, resumida en estas palabras de Jesús: "yo soy el camino, la verdad y la vida". Jesús es el entrenador, el que nos muestra la verdad y nos ayuda a permanecer en ella. Ser amigo de Jesús es el mejor modo de andar por caminos de verdad y de plena vitalidad, sin deberle nada a nadie. La sinceridad, el amor a la verdad, es una buena forma de comprender el sentido auténtico de ser cristiano.
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