El diplomático y escritor francés Paul Claudel describió la condición del cristiano del siglo XX como la de un náufrago. En tiempos tan convulsos, donde prevalecen ideologías ateas, crisis moral y pérdida del sentido trascedente de la vida, el cristiano es como un navegante cuya barca pereció ante las terribles tempestades. El navegante quedó solo en el inmenso mar sostenido por un madero que le permite flotar en el agua. El madero, dice Claudel, es la cruz. Ya sea sobre la mar o sobre el abismo –recordemos el cuadro de la Crucifixión de Salvador Dalí–, un simple madero es lo que salva del abismo y de las mareas de muerte de las ideologías circundantes: “en último término –dice Claudel–, el madero es más fuerte que la nada, que está a sus pies, pero que sigue siendo el poder que amenaza su existencia actual”.
Todo esto aplica a la política. Una de las primeras nociones que se aprenden de la democracia cristiana es que inspira partidos políticos de centro; partidos que no nacen para propugnar ideologías, por más que sean proclamadas como la panacea de la Humanidad, así lo afirmen todos los académicos e intelectuales del planeta. Simplemente no existe razón ni argumento para abrazarse, ciegamente, a las ideas de nadie. Creer en un único Mesías Salvador cura en salud de todo mesianismo. Adicionalmente, para comprender esta noción de apertura, de pluralismo e indeterminación ideológica, por decirlo de alguna manera, hay que adentrarse en las profundas aguas de la antropología cristiana, y conocer principios claves como la libertad de las conciencias, verdad y cristianismo, fe y libertad, universalidad de las virtudes humanas, y un largo etcétera.
Ahora bien, volviendo a la metáfora de Claudel, permanecer en el centro implica sentirse, en ocasiones, desprovisto de embarcación, sin una mega estructura, sin un marco de ideas claras y distintas y sin recetas o procedimientos pragmáticos para lograr éxitos rotundos. No. A la democracia cristiana le compete mantener el equilibrio inclinándose hacia donde haga falta, para dirimir conflictos, abrir espacios de participación y de pluralismo, brindar oportunidades, ayudar al más débil, contribuir a la reconciliación y al perdón, sin dejar que se pierda o se rechace a nadie. Y todo esto por convicción, por virtud y por amor al prójimo, no por relativismo, ni guabineo, ni miedo o cobardía. Ideologías como el progresismo, el socialismo, el liberalismo, el nacionalismo, la ultra-derecha, etc., son como esas grandes embarcaciones que, aparentemente, mantienen enrumbada a su tripulación, pero que no se detienen a recoger al que piensa distinto, a menos que lo sacrifique todo, incluso aquellos aspectos verdaderos y legítimos de su posición ideológica.
Multitud de lineamientos políticos y económicos de la democracia cristiana en el mundo, han ido enderezados hacia este objetivo. Políticas de pacificación, tan criticadas y satanizadas por muchos, no son más que un reflejo de esta “Cruz a cuesta” que le toca a la democracia cristiana sostener. En
nuestro país, es difícil imaginarse el papel histórico de figuras como Teodoro Petkoff y su partido, sin la visión socialcristiana de un hombre como Rafael Caldera que los sacó de los montes guerrilleros y les brindó la posibilidad de hacer política. Lo mismo podemos decir de la aplicación del principio de subsidiariedad en materia económica inscrita en la idea de “Estado Promotor” de Luis Herrera Campins, muy distinto al estado liberal que observa pero que no actúa para defender al más pequeño. El principio de subsidiariedad y la justicia en general obligan a prestar mayor ayuda a los más débiles, a los pobres y desfavorecidos.
Pero quizás la parte más difícil del asunto sea aceptar que permanecer en el centro supone dolorosas renuncias a ideas, ambiciones y proyectos personales. Parafraseando el célebre verso de Antonio Machado, no se trata de “mi bien, mi idea o mi verdad”, ni tampoco de la tuya, sino del bien y la verdad: “y ven conmigo buscarla, la tuya guárdatela”.
Por eso, los demócrata-cristianos no tienen otra vía que el diálogo, el respeto a la pluralidad de ideas y la inclinación a velar por los más débiles con el fin de salvaguardar el equilibrio necesario y la permanencia de valores y principios elevados, como lo son la unidad, la equidad, la justicia social y la solidaridad. No son fórmulas ni recetas lo que estamos llamados a aplicar; son principios de orden ético encarnados en el propio modo de actuar y de ser. ¡Son renuncias! a teorías, a ideas preconcebidas, si la prudencia y la caridad imponen otra vía para el bien “aquí y ahora”. Es aceptar que el fin no justifica los medios. Es recorrer la vía empinada de dolores, concesiones, sacrificios y privaciones, en beneficio del prójimo. Es no pasar por encima de nadie, sino subir con todos, ayudándose mutuamente en los puntos débiles y vulnerables. Es, sin duda, un “yo” atado al madero para no dejarse hipnotizar por las sirenas de turno. Paradójicamente, esta postura política no es sólo un modo de servir, sino también de liderar.
@mercedesmalave
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