Acabo de leer el último informe presentado por la comisión de derechos humanos de la Universidad Católica Andrés Bello, titulado “Que no quede rastro: El ocultamiento de evidencia médica y legal en el marco de manifestaciones y detenciones”. Recoge una serie de datos que reflejan las intenciones del Estado venezolano de borrar toda evidencia de las reiteradas violaciones a los derechos humanos de los detenidos por manifestaciones a partir de febrero de 2014. Es una indagación aterradora que deja imágenes bien grabadas en el lector.
El caso de Moisés Guánchez, herido con perdigones en la zona pélvica, comprometiendo los testículos, el glúteo y brazo derechos, a quien no le fue permitido comunicarse con su madre sino muchas horas después de su detención. El caso de Ángel Cardozo Maldonado, joven tachirense con discapacidad mental, que iba camino a su casa cuando fue detenido por cinco días: “sometido a puñetazos y golpes en la cara con cascos, privado del sueño, amenazado con la muerte y de acuerdo con testigos, le hicieron usar una corona hecha con una cuerda y clavos conocidos como ‘miguelitos’, en la cabeza”. Finalmente, por citar sólo algunos, el caso de Omar Enrique Briceño detenido en el Zulia: “En el proceso de aprehensión, uno de los funcionarios disparó a quemarropa al joven en su pierna y luego le apuntó en la cabeza haciendo gestos de que le dispararía; sin embargo, procedieron a llevarlo a la tanqueta en la cual se encontraban todos los detenidos. Los funcionarios obligaron al resto de los detenidos (alrededor de 14 jóvenes) a sentarse sobre la pierna herida de Omar, además el chofer apagó el aire acondicionado del vehículo. Estos actos causaron que Omar perdiera el conocimiento y fuese levantado a golpes por los funcionarios”. Como si fuera poco, durante el traslado al hospital militar, Omar recibió escupitajos, golpes y penetraciones del arma en la herida de su pierna.
Me gustaría encontrar las palabras, en este artículo, para motivar a toda la sociedad civil digna y democrática, que es mucha en Venezuela, a que no desista en la lucha por la libertad. Las agresiones a los derechos humanos son muchas y muy graves. Es cierto que esta situación se vive en las cárceles venezolanas desde hace mucho tiempo, pero estamos convencidos de que todos están hoy mucho peor. ¿Cómo olvidar la foto publicada hace pocas semanas en El Nacional? Presos en la sede de la PNB de Catia, encapuchados, en el techo del penal con un policía como rehén. Ellos también reclamaban derechos humanos: no más hacinamiento, “necesitamos agua”, no más falta de higiene, atención mínima sanitaria. No pedían libertad, ni siquiera el debido proceso; simplemente un trato humano, un trato digno.
Cuando busco argumentos que nos muevan a seguir luchando sin desistir, me quedo sin palabras; sólo me vienen rostros, testimonios, imágenes de compatriotas que están sufriendo mucho, que están siendo vulnerados en sus derechos más básicos y elementales. Es la hora de la acción, aunque éstas parezcan insignificantes, aunque algunos se burlen. Confieso que me gusta la reflexión teórica, pero últimamente recuerdo la escena de la prominente filósofa alemana Edith Stein que, cuando estaba dispuesta a escribir su tesis doctoral, escuchó la notificación del estallido de la Primera Guerra Mundial. Decidió cerrar los libros, alistarse como auxiliar de enfermería en la Cruz Roja, y allí permaneció dos años atendiendo heridos de guerra. De vuelta a su trabajo intelectual, consiguió dar en poco tiempo uno de los mejores aportes a la fenomenología, que fue su teoría acerca de la empatía. El contacto con el dolor fue un auténtico libro de vida. Le enseñó todo sobre el hombre que era su interés teórico primordial.
Por eso, en este tiempo de tantas necesidades en nuestra patria sentimos un fuerte llamado de conciencia a no conformarnos sólo con ir a votar. Nos estamos jugando mucho en esta contienda electoral. Nos estamos enfrentando a un adversario que no descansa, que obra sin escrúpulos y que está dispuesto a todo a fin de mantenerse en el poder. Es un adversario voraz, feroz, que exige de nosotros, no la misma voracidad y ferocidad que, por demás, no tenemos, sino la firmeza de estar de pie allí donde las necesidades humanas son apremiantes.
Como mujeres, tenemos que hacer propias las letras de Andrés Eloy y sentirnos madres de todos. Son momentos de ensanchar el corazón. Mientras unos reducen su mundo al lujo, a los vicios y a la banalidad, nosotros podemos acercarnos a ese dolor que hace madurar; a ese dolor que tanto necesita de nuestra ternura y consuelo. También las madres de los reclusos, perseguidos y detenidos por manifestar necesitan de nuestro acompañamiento. No los dejemos solos. Venezuela, hoy más que nunca, nos necesita infinitamente.
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