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La misión de la democracia cristiana



No solo una corriente democrática ha recibido el apelativo de cristiana en determinado momento y situación histórica sino también diversas formas políticas de la Edad Media hasta llegar al Sacro Imperio, la monarquía y algunas formas de vida comunitaria modernas, como por ejemplo las reducciones jesuiticas en el sur de América. En realidad, toda la civilización occidental está impregnada de los valores del cristianismo. La sabiduría griega, con todo su desarrollo filosófico y humanístico, se hubiese quedado literalmente en el tintero de la historia o en los escombros del imperio romano si no hubiese sido rescatada por los evangelizadores cristianos y difundida por todo el mundo conocido.

Lo que distingue al cristianismo de los sistemas filosóficos, políticos, religiosos o culturales es precisamente su universalidad. Esa elasticidad que le permite inculturarse, hacerse al lugar y contexto específico, mejorándolo según sus características, misión y valores intrínsecos. Jesucristo no vino a abolir leyes ni costumbres, no vino a sustituir instituciones naturales ni culturales, ni a crear sistemas políticos, económicos o sociales. Vino a mejorar todo lo que había, a redimir todas esas realidades, a sanearlas, a perfeccionarlas y a elevarlas conforme se merece la dignidad de la persona humana. Vino a formar las conciencias según un mandato concreto y categórico: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”, y la medida de su amor fue total: hasta dar la vida.
Podemos incluir en esa lista de realidades humanas mejoradas por el cristianismo al sistema democrático, ideado por los griegos, desarrollado en la modernidad por la Ilustración francesa con su clásica división de poderes. Aunque no parece propio hablar de democracia cristiana en repúblicas laicas, sí debemos reconocer que el término se ha generalizado para referirse a cierto tipo de políticas, y de hombres de política, que han marcado la historia contemporánea después de dos catástrofes impensables como lo fueron las dos guerras mundiales del siglo XX.
Ya se vislumbraban en el siglo pasado dos fuertes ideologías que impregnaban el sistema político occidental bajo amenaza de destruirlo o mermarlo, pues eran irreconciliables y no podían subsistir bajo el mismo marco constitucional. Se trataba del marxismo y del capitalismo. En ambos proyectos la persona y su dignidad dejan de ser el centro y el fin de la política, convirtiéndose en un medio de explotación y dominación. Ambos sistemas justifican sus posturas bajo un supuesto modelo ideal de sociedad sin leyes, con perfecta equidad, felices. La noción de progreso humano se reduce solo a lo material. Los valores se entienden dentro de un marco ideológico que toma lo que le interesa y deshecha el resto. Por eso son reduccionistas.
La Iglesia, fiel a su compromiso con el mundo redimido por Cristo, se planteó la necesidad de prevenir sobre estas dos corrientes nocivas y lo hizo mediante unos documentos llamados encíclicas sociales. Estas ideas fueron bien acogidas por muchos hombres y mujeres con vocación política que procuraron poner en práctica sus consejos y advertencias.
A los demócrata cristianos de Europa y de América les debemos haber contribuido a la recuperación y saneamiento ideológico de la política, mediante sus ideas de centro, su defensa de la justicia social y de tantos valores democráticos como lo son la unidad nacional, el derecho al sufragio universal, el sano pluralismo, el derecho de asociación, la solidaridad, etc. Sobre todo reivindicaron la política por su conducta honesta al servicio no del interés propio ni del dinero sino de la dignidad de cada persona y de sus verdaderos fines trascendentes. Ellos se insertaron en las dinámicas políticas de sus naciones procurando dar testimonio de que sí es posible servir a las exigencias del bien común y no servirse de ellas so capa de aparentes modelos teóricos ideales perfectos y milagrosos. El único milagro social ocurre cuando las personas emplean su libertad y todas sus capacidades al servicio de los demás.
Un demócrata cristiano es en primer lugar un buen cristiano; luego es una persona con vocación política que no puede ser indiferente frente a la degradación moral de los círculos del poder, y por eso busca reformarlos, no con diagnósticos ni con juicios categóricos sino con su propio testimonio y con acciones concretas. Particular importancia tiene la defensa y promoción de la justicia, como lo señala el Papa Francisco en su último documento sobre la llamada a la santidad en el mundo actual; y con esta cita quiero terminar estas líneas sobre el compromiso y misión de los demócrata cristianos:
“La justicia que propone Jesús no es como la que busca el mundo, tantas veces manchada por intereses mezquinos, manipulada para un lado o para otro. La realidad nos muestra qué fácil es entrar en las pandillas de la corrupción, formar parte de esa política cotidiana del «doy para que me den», donde todo es negocio. Y cuánta gente sufre por las injusticias, cuántos se quedan observando impotentes cómo los demás se turnan para repartirse la torta de la vida. Algunos desisten de luchar por la verdadera justicia, y optan por subirse al carro del vencedor. Eso no tiene nada que ver con el hambre y la sed de justicia que Jesús elogia”. (N. 78)
“Tal justicia empieza por hacerse realidad en la vida de cada uno siendo justo en las propias decisiones, y luego se expresa buscando la justicia para los pobres y débiles”. (N. 79)
(Pasaje de Gaudete et Exsultate, Papa Francisco)

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