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La realidad en el laberinto del lenguaje

No hay nada más práctico que una buena teoría, decía una buena profesora de filosofía, o profesora de filosofía buena, en este caso es lo mismo. Una de esas teorías que vale la pena poner en práctica es la del lenguaje: qué es, cuál es su finalidad, qué son las palabras, para qué se usan. Josef Pieper refiere una polémica literalmente clásica sobre el uso que le daba la sofística al lenguaje. Para los filósofos de la Escuela de Atenas, se estaba incurriendo en una tergiversación del lenguaje que pondría en peligro todo el sistema filosófico, cultural, político y moral de la paideia griega y, por eso, cargaron las tintas contra un movimiento que nació con una finalidad buena, como lo es el cultivo del lenguaje, la construcción del discurso, las clases de oratoria y de retórica, pero que podía ser letal.

Sobre la filosofía del lenguaje hay muchos estudios e incluso una rama de la filosofía. Autores contemporáneos como Heidegger, Wittgenstein, Pierce, han dedicado enjundiosos análisis al lenguaje humano. Las ciencias sociales comparan el lenguaje animal con el humano y concluyen que entre ambos no sólo hay diferencias de grado sino de esencia. Las palabras expresan conceptos abstractos. A un mono se le enseña que, para alcanzar la comida, debe apagar el fuego con un vaso de agua, y aprende a apagar el fuego siempre y cuando el vaso contenga el agua; luego se le coloca en una piscina, el vaso vacío y la comida rodeada de fuego; el mono no accede a la comida porque, aunque aprendió a apagar el fuego con agua, nunca aprehendió el concepto de agua. 

Diálogo de sordos 
Deslumbrado por el desarrollo de la sofística griega, Bertrand Russell llegó a decir que Platón se había refugiado deshonestamente en lo edificante, pues no podía rebatir de otro modo tal grado de superioridad intelectual. Hegel calificó a los sofistas de gente muy culta, lo cual es un cumplido problemático porque precisamente ese modo de ser culto al que pertenece la sofística dista mucho del lugar donde se situaban Platón y Aristóteles a la hora de filosofar. Y Hegel lo identificó al aseverar que ese modo de razonar culto lleva a los hombres a saber que “yendo a los motivos, todo puede demostrarse. No habrá llegado uno muy lejos en su cultura, si no es capaz de tener motivos hasta para lo peor. Todo lo malo que en el mundo ha ocurrido desde Adán puede justificarse con buenas razones”. Hasta aquí Hegel. 

La sofística discurre por caminos de mercantilismo verbal. Quizás por eso es terriblemente actual. Nietzsche afirmó “la época de la sofística, nuestra época”. Se trata de una tentación perenne esa de ganar éxito, notoriedad, fama, prestigio, atractivo y dinero por medio de las palabras. Se da una misteriosa paradoja entre la búsqueda de la perfección, belleza del lenguaje y la corrupción de las palabras. Quizás allí residía, comprensiblemente, la furia de Platón contra los sofistas. 

Sus objeciones casi parecen una defensa de la dignidad humana. Ocurre con el lenguaje algo similar a lo que ocurre con las personas: pueden guardar las apariencias mientras su espíritu se corrompe hasta la destrucción. Las palabras cumplen una función mediadora entre la realidad y la convivencia humana; trasmiten algo-real-a-alguien. Toda palabra representa un algo para alguien: “la existencia humana acontece en la palabra” subraya Pieper. 

La corrupción del lenguaje se da por un doble motivo: porque se corrompe la relación con la realidad, entonces las palabras cesan de significar algo real, o porque se corrompe el acto de comunicar: se usan las palabras para conseguir algo de alguien. Así lo expresa Platón en sus diálogos: “Vosotros pensáis que sólo hay que preocuparse de las cosas en cuanto que se pueda hablar de ellas causando impresión, y precisamente por eso sois vosotros incapaces de diálogo; habláis, pero no conversáis. No se puede separar una cosa de la otra: el lenguaje que se emancipa del objeto es por eso, necesariamente un lenguaje sin destinatario” 

Que sea viral 
Se banaliza la política cuando lo que importa es el videíto por las redes. Se ficcionaliza el discurso cuando el único fin que se persigue es hacerse viral; si las palabras se emancipan de la realidad e impera la notoriedad por encima de la verdad se incurre en incomunicación. El diálogo únicamente tiene sentido si es para abordar una realidad extramental, de lo contrario, pierde su razón de ser: ¿de qué sirve intercambiar pareceres si no se quieren abordar las verdaderas demandas y necesidades de las personas, los verdaderos problemas de la población, la solución más acertada, la más viable, la más inclusiva y la más real? Las palabras pierden su objeto y el discurso es vacío. Entonces ¿de qué sirve?.

Con el nombre de “arte de la persuasión”, “adulación” o “discurso adulatorio” se designa a una serie de mecanismos para que la relación entre quien habla y quien escucha pierda su equidad natural. Algo así como darle hormonas al modo de expresarse para ganar cualquier contienda verbal, encubierta bajo la aparente forma de diálogo, foro, discusión o debate. La relación humana entre quien habla y quienes escuchan se modifica hasta el punto que quien se dirige a otro con palabras sin ocuparse de la verdad “no trata realmente al otro como igual, no le respeta propiamente como persona”. Adular es tratar al otro no como un sujeto receptor de verdades, sino como un objeto dominable. La clave para lograrlo es que el receptor se “sienta” identificado, querido, comprendido, convencido, motivado, animado, libre y estimulado. A pocos le importa escuchar la verdad; prefieren escuchar lo que ellos quieren escuchar y para eso no hace falta que lo expresen: hay algoritmos que se cruzan para establecer perfiles de personas que les gusta escuchar “esto” o lo “otro”. Para todos habrá discurso, más no verdades. 

@mercedesmalave 

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