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El chantaje del lenguaje

 

«Más vale —escribe lealmente el teólogo M. Goguel— confesar nuestra ignorancia que tratar de disminuirla con construcciones arbitrarias». De esos razonados argumentos sobre lo que no se sabe ni se entiende, estamos atiborrados en este extravío de opinión pública frente a lo que estamos viviendo y es, hasta cierto punto comprensible, dada nuestra compleja y prolongada tragedia, capaz de anegar cualquier mínimo sosiego necesario para ponderar y elevar la mirada por encima de dificultades que hoy nos sumen en la más profunda desilusión.

Dificultades para comprender, por ejemplo, parafraseando al economista Manuel Sutherland, cómo ha sido posible que un proceso político, por más populista y corrupto que fuera, haya sido capaz de liquidar 90% de la capacidad productiva de un país que tiene petróleo y riquezas incalculables; o cómo ha podido ocurrir que, frente a la pandemia, adoptemos niveles de política prefeudal, con delirios anticientíficos y supersticiosos… todo un clima de bestialidad al que hemos llegado sin un tanque, sin una bomba.

Pero la comprensión —y compasión— no debería impedir el examen acerca de cómo estamos usando el lenguaje; ese importantísimo instrumento con el que nos expresamos, juzgamos y meditamos en la más profunda intimidad.

Ninguno puede escapar del lenguaje: somos sujetos de construcciones en las que habitamos y nos refugiamos, sobre todo en tiempos de dificultad cognitiva, promoción de la desinformación, la mentira, la propaganda y el mareo emocional. Y ocurre que, si no nos mantenemos vigilantes, el barbarismo, la bestialidad, la superstición y el delirio antievidencia y anticientífico terminan por invadirnos, aún estando, muy impolutamente, en la acera de enfrente.

Con el lenguaje construimos esos cánones estrictos con los que calificamos no solo la opinión sino hasta la condición humana de los demás. Midiendo, escudriñando y leyendo hasta la más mínima expresión de lo dicho u omitido por otro, vamos construyendo esa suerte de reductos infranqueables que, en realidad, no son sino simples parapetos con los que pretendemos aprehender, con seguras sensaciones de certeza, esa difícil y dolorosa realidad que nos circunda.

De ese encierro, personal y voluntario, a encerrar el destino de todo un país no hay mucha distancia, dada la experiencia por nosotros mismos padecida.

La primera arma de dominación política y cultural es el lenguaje y se abusa de él cuando se pretende no conocer cómo piensa el otro, sino dominarlo, sea mediante manipulación, sea mediante el chantaje emocional que supone asociar la identidad y las ideas de cada quien con las palabras, frases y expresiones que utiliza.

Vivimos bajo el chantaje de la expresión aprobada: si no dices «Maduro esto; Guaidó esto otro» no cabes en el «club de los tigritos» de este lado y de aquel otro. Analistas y letrados de grupitos que se sienten con autoridad de corregir, medir grados de beligerancia política, pedir explicaciones y pronunciar sentencia firme acerca de quién eres, cómo piensas, cómo es tu nivel intelectual, de dónde vienes y cuáles son tus verdaderas intenciones. Todo esto, luego de una declaración en la que te faltó un adjetivo o una preposición. Por ese camino, terminaremos cayendo en la dinámica adolescente del lenguaje del cuti: cuti-yo, cuti-pienso, cuti-así, para que, más allá de las ideas, sea por siempre aprobado el modo de expresarlas, al parecer lo único que vale.

Entonces, no importan los razonamientos ni los matices ni las opciones; mucho menos los conceptos, las evidencias, la historia y las comparaciones que iluminan o los análisis que pretenden hacerse bajo ciertos niveles estándares de objetividad. Importa la expresión literal, las ovaciones a la nada, los adjetivos calificativos, los superlativos complacientes, sin tomar en cuenta su alteración o degradación y una retahíla de frases que, cual coro de preescolar, deben repetirse de cuando en cuando a lo largo de la argumentación; de lo contrario, los jueces implacables del lenguaje adoctrinador inmediatamente califican con la etiqueta creada en cualquier laboratorio de mala ley.

El que no pase por la puerta estrecha de la corrección política, que incluye hasta la forma de pedir algo (que nada se puede «pedir», que de ahora en adelante solo se debe «exigir», porque si pides eres un sumiso, mientras que exigir es cosa de genios y valientes), simplemente queda excluido del «mundo del bien».

Ese menosprecio por la inteligencia, por el lenguaje —desprecio cultivado tan asiduamente por los artífices de la revolución bolivariana—, se expande hoy por doquier, aislándonos en esas trincheras de prejuicios y falsas suposiciones.

Difícil avanzar así en cualquier reflexión estratégica o de posiciones complementarias que necesitan de un lenguaje rico, lleno de matices, complejo, desglosado y extenso para poder avanzar en la única salida posible de la barbarie que consiste, para empezar, en la reivindicación del lenguaje y el pensamiento como medios para entendernos y no para alienarnos.

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