Extraviados en nuestro destino, convengamos nuevamente en que el centro de la política es y debe ser la persona humana; y que en tiempos de conflictividad, crisis económica y pandemia, procurar el mayor bienestar posible de las comunidades es la única tarea urgente a que debe abocarse la clase política, a no ser que espere ser tan aborrecida y temida como las mismas plagas, guerras y enfermedades actuales. ¿No es esta centralidad de la persona, acaso, la exigencia que inspira y alimenta todo espíritu político de cambio, los movimientos vanguardistas y revolucionarios?
Luego de la terrible, oscura y vergonzosa experiencia facista, De Gasperi decía: «Tal vez se nos escape a alguno de nosotros, y seguramente a muchos de nuestros adversarios, que como políticos no solo procedemos de una doctrina, es decir, de una filosofía política y social, sino también de una experiencia histórica y que somos objeto y sujeto de esta historia al mismo tiempo. Esta experiencia es compleja y no siempre es lógicamente sencilla». Ser sujeto y objeto en una transición hacia la democracia, por ejemplo, significa acoger ciertas simultaneidades tales como pensar en lo que conviene al tiempo que se sufre, avanzar en el cambio y padecer la persistencia, abrirse al advenimiento de nuevos paradigmas y soportar las discronías y resistencias que ello conlleva. Soportar esa larga ola de decadencia de lo antiguo, suerte de andamiaje que se desploma sobre el dolor, los padecimientos, la conculcación de derechos inalienables.
De Gasperi se planteaba «tender un puente entre dos generaciones que el fascismo había intentado dividir mediante un abismo». Para ello asumió el rol del pedagogo político mediante el propio testimonio: obras y palabras perfectamente concatenadas en un discurso o narrativa que era, simultáneamente, paciente, entregado, desprendido; dotado de una intensa libertad interior capaz de impulsar, en primera persona, la recuperación del verdadero fin de la política, como se ha dicho, procurar el mayor bienestar y la democracia posible entre los italianos. Ciertamente, De Gasperi, y con él personalidades como las de Rómulo Betancourt y Rafael Caldera, encarnan un cierto personalismo popular, no populista, capaz de poner su carisma al servicio de la organización social.
Muy distinto a la mentalidad populista que, lejos de orientar el carisma hacia el empoderamiento social, busca seducir al ciudadano con la ficción de la democracia directa y protagónica, y acaba por anular los vínculos sociales bajo un sistema de manipulación y dominación política.
Hablar de la democracia posible supone volver a creer en los valores trascendentales de la participación ciudadana, la solidaridad, la reconciliación y la paz. Bajo estas premisas, vemos con esperanza la instalación de una nueva directiva del Consejo Nacional Electoral, conformada por personas con probidad política y experiencia técnica; provenientes de la sociedad civil, apoyados por personas que hacen notables esfuerzos de ejercicio de libertad y de derechos civiles, aun en las peores circunstancias de censura, persecución y represión. A quienes permanecemos aquí con deseos de continuar luchando por recuperar la democracia en Venezuela, no nos queda más remedio que apostar al éxito de su labor.
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