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Tenía Razón el Principito

Celebramos con alegría los 70 años de El Principito. Se trata de una edad joven para un clásico de la historia de la literatura. Vale le pena que nos paseemos un poco por el planeta de sus ideas... por ese mundo de las esencias y de las verdades profundas que encierran las aventuras de un niño brillante.



Si, El Principito de Saint-Exupery es una historia que sabe apreciar, de igual manera, un japonés y un canadiense, un africano y un sueco. Esto es así porque en ella hay algo universal, que interpela al hombre en cuanto tal. Se trata de un cuento que refleja algunas notas de la esencia humana. El Piloto, que relata la historia de su amigo Principito, aclara que él habla a los niños y no a las personas mayores, porque éstas ya no se interrogan sobre lo esencial, y él no está dispuesto a que su libro sea leído “a la ligera”. Usando el lenguaje propio de El Principito, cuando la reflexión personal traspasa el ámbito de los sentidos –de lo particular y material, de lo contingente– la mirada del corazón penetra la realidad más profunda del ser, aproximándose a lo esencial, que es invisible a los ojos del cuerpo. Entonces, el objeto de conocimiento, que a su vez puede ser expresado en palabras que comunican algo de la esencia, traspasa las condiciones espacio-temporales, propias de lo material, y se universaliza. Veamos, pues, algunas enseñanzas esenciales que nos propone la lectura de este relato.
I.
Desde el inicio, el lector se sitúa en un entorno cósmico, espacial. El Principito habita en su pequeño asteroide, que los adultos han llamado el asteroide B-612. En efecto, los adultos aman las cifras, pues no se interrogan sobre lo que es esencial.

El Principito conoce muy bien las características y el comportamiento físico de su planeta: sabe cómo se mantiene el equilibrio biofísico de su pequeño asteroide: conoce el desenvolvimiento de sus volcanes, la frecuencia de las puestas de sol, las propiedades del suelo… Esta pequeña persona conoce que existe un orden en su planeta, que se le presenta como un sistema que goza de una racionalidad propia, con la que él es capaz de establecer una relación cognoscitiva, conoce el qué y el porqué (causas) de lo que ocurre en su entorno.

A este propósito, es especialmente ilustrativo el diálogo con el Rey que habita en un asteroide vecino. Un rey que no gobierna, pues vive solo. El Principito se convierte en su primer súbdito. El Rey exige que sus órdenes sean respetadas, y no tolera ningún tipo de desobediencia:

Era un monarca absoluto. Pero, como era muy bueno, daba órdenes razonables.

En el diálogo, el Rey muestra al Principito cómo toda la naturaleza y el orden social están basados sobre unas leyes que son razonables, y que el hombre puede conocer y comprender con su razón, aún cuando no haya sido él quien las haya creado. Las leyes hablan de una causa originaria, inteligente, razonable y comprensible, y no de una razón arbitraria y caótica, indescifrable:

Si ordeno –dijo el Rey– a un general que se transforme en ave marina y si el general no obedece, no será culpa del general. Será culpa mía.

No se puede mandar lo que no es razonable, simplemente porque nadie estaría obligado a cumplir aquel mandato. La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón: Si ordenas a tu pueblo que vaya a arrojarse al mar, hará una revolución. Tengo derecho de exigir obediencia porque mis órdenes son razonables.

El orden racional del Universo nos coloca frente al significado último de las leyes. Una ley no es más que la expresión de un orden interno. Cuando formulamos leyes estamos exponiendo la racionalidad propia de las cosas. Más que un invento arbitrario del Creador, consiste en un encuentro entre dos razones –razón creadora y creada– capaces de entablar un diálogo fundado.

II. 
Pero el rey no se queda sólo en el ámbito cosmológico, quiere llegar a la persona, a su interlocutor. Reconoce que la dignidad del Principito –en quien está reflejada la humanidad– es superior a la del resto del Universo, y le cede la potestad de legislar, de ordenar. Así, lo nombra ministro de justicia. Ante la incertidumbre del Principito, que no sabe a quién va a gobernar, pues nadie habita en el planeta, el rey exclama:

Te juzgarás a ti mismo. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo eres un verdadero sabio.

De esta manera, el Principito queda designado como juez de su propia existencia. El hombre es libre porque es un ser racional. Como goza de la facultad de conocer el orden de la realidad, las leyes que la gobiernan, puede disponer tanto del universo material como de sí mismo.

La autoridad reposa sobre la razón, dijo el rey al Principito. Aristóteles decía que la vida lograda –por tanto la vida feliz– consiste en vivir según la razón. También, vivir según la razón es dotar a la vida de un fin, de un sentido, y auto-dirigirse a él. El Principito reconoce que el rey es bueno porque da órdenes razonables. Somos buenos en la medida en que buscamos dar un orden razonable a las propias acciones. De lo contrario, nos movemos al vaivén de las circunstancias, del capricho o del propio placer: hacemos muchas cosas, estamos muy ocupados pensando en cómo ganar mucho dinero, o ser exitosos, pasarlo bien, etc., pero sin saber hacia dónde se dirige el barco de la propia vida. El Principito no comprende por qué los adultos corren tanto, se encierran en la rapidez, pero no saben lo que buscan. Se agitan mucho y dan vueltas: ¿Es esto razonable?

Ser sabio no implica necesariamente saber muchas cosas, ni ser hombres de ciencias o de letras. Más bien, consiste en saber dar respuestas a las preguntas esenciales de la existencia. Quizás por eso, el Principito nunca renuncia a una pregunta una vez que la ha formulado. Para él, un adulto es aquel que ha renunciado a las preguntas esenciales de su niñez.

III.
Un negociante dialoga con el Principito en otro pequeño planeta. Lleva 50 años contando estrellas. Cuando el niño le pregunta acerca de la finalidad de su trabajo, el negociante le responde que así sabe cuántas estrellas posee:

–¿Y para qué te sirve poseer las estrellas?

–Me sirve para ser rico

–¿Y para qué te sirve ser rico?

–¡Para comprar otras estrellas, si alguien las encuentra!

Continúa el diálogo y al final:

–¿Y qué haces tú con las estrellas?

–Las administro. Las cuento y las recuento. Es difícil. ¡Pero soy un hombre serio!

El Principito no entiende la lógica capitalista de los adultos, que piensan que poseer consiste en acumular bienes materiales. Para él, poseer significa servir:

Yo poseo una flor que riego todos los días. Poseo tres volcanes que deshollino todas las semanas. Pues deshollino también el que está extinguido. No se sabe nunca. Es útil para mis volcanes y es útil para mi flor que yo los posea. Pero tú no eres útil a las estrellas.


Hemos llegado, tal vez, a la esencia del mensaje de esta grandiosa obra: la estrecha relación entre razón y voluntad. Con la razón captamos el orden de las cosas, su profunda racionalidad. Con la voluntad, ilustrada por la razón, amamos la realidad, aprendemos a quererla, a valorarla, porque es razonable y, por lo tanto, buena, como se nos recuerda en el diálogo con el rey. Amar lleva consigo asumir la responsabilidad de contribuir a que ese orden se mantenga, tanto en el Universo –como lo hacía el Principito en su pequeño planeta–, como en la propia vida.

Vivir según la razón es descubrir el orden logrado de las cosas y de nosotros mismos. Y para que este “orden logrado” se mantenga, la razón humana debe prestar un servicio al mundo y a su propia vida. Poseer y poseerse es servir al orden intrínseco de las cosas. Mediante este servicio se crean lazos de amor.


IV.
El zorro explica al Principito que amar implica “domesticar”. Domesticar significa “crear lazos” de unión, de identificación entre la propia razón y la realidad:

–Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a cien mil. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo...

–Empiezo a comprender. Hay una flor... Creo que me ha domesticado.

Estos lazos de unión, a su vez, aumentan los deseos de conocer aquella realidad, ya sea una cosa específica, a sí mismo, o a los demás. Con razón dice el teólogo Scott Hahn: “Conocimiento y amor se perfeccionan eternamente en un acto indivisible. (...) No podemos amar lo que no conocemos, pero a veces podemos conocer sin amor. La ley sin amor nos deja en un intelectualismo frío. El amor sin ley, por otra parte, se corrompe y degenera. (...) Tenemos necesidad tanto del conocimiento como del amor para ser plenamente humanos” (S. Hahn, Primero el Amor).

Los adultos no tienen tiempo de “crear lazos”, por eso no conocen a fondo las cosas. Por eso no tienen amigos. El piloto admira al Principito sobre todo por su capacidad de crear lazos de servicio, y por su fidelidad a una flor... “Crear lazos” consiste en dotar a la realidad, a la propia vida, de un significado "para mí". Aprender a encontrar la belleza y la armonía de las cosas y de la vida feliz, porque están colmadas de orden y de leyes que las perfeccionan.

Para “crear lazos” hace falta que la razón cultive una actitud de servicio. Esto es tan simple como mantener el orden. En la naturaleza: respetar las leyes que la rigen, los ecosistemas, cuidar las especies, etc. En la conducta humana, el orden se consigue y se mantiene por medio de las virtudes o hábitos que permiten encarnar valores, como la laboriosidad, la sinceridad, el respeto, la solidaridad, por nombrar sólo algunos.

De esta forma, poseer es cuidar y cuidarnos, porque somos dueños de nosotros mismos. Somos responsables de todo aquello que domesticamos. Dejamos la impronta personal en cada acto que realizamos, en cada trabajo. Quizás, vale la pena terminar estas consideraciones, con el célebre diálogo entre el zorro y el Principito, donde el animal revela su gran secreto:

–Adiós –dijo.

–Adiós –dijo el zorro–. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

–Lo esencial es invisible a los ojos –repetía el Principito, a fin de acordarse.

–El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante.

–El tiempo que perdí por mi rosa... –dijo el Principito, a fin de acordarse.

–Los hombres han olvidado esta verdad –dijo el zorro–. Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...

–Soy responsable de mi rosa... –repitió el Principito, a fin de acordarse.

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