Seguramente tenemos muy vivo, en estos días navideños que están pasando, la grata experiencia de estar en una fiesta. Si lo propio de las vacaciones de verano es descansar, salir de veraneo, lo propio de las navidades es celebrar, salir de parranda. Es un fenómeno universal que se ha extendido a los países de tradición no cristiana por una razón comercial, si se quiere, pero que igualmente ha arraigado como una costumbre propia.
En las fiestas hay dos realidades que funcionan a la inversa: a mayor y mejor compañía menos importa el paso del tiempo. Cuando la compañía, en cambio, no es buena, las horas se hacen eternas. Quizás por eso, tenemos una noción despectiva de lo que es la eternidad. Parece que lo eterno es sinónimo de estático, de aburrido. En cambio, lo bueno es, justamente, lo fugaz, aquello que, casi sin darnos cuenta… ¡de repente!.. se acaba.
Por eso, me pareció muy buena esta cita de Romano Guardini:
Así, para nuestra vivencia, no tienen la misma duración una hora llena de un fuerte sentimiento y una hora interiormente vacía. La primera pasa en un instante, la segunda se hace interminable. Pero cuando miramos retrospectivamente se invierte la impresión: la hora que discurre lenta y 'aburridamente' parece una insignificancia; en cambio, la transcurrida tan rápidamente por la densidad de la vivencia ocupa un amplio espacio en el recuerdo. Por consiguiente, el tiempo adquiere un carácter nuevo tan pronto como entra en juego la vida propia. Entonces, el tiempo es la sucesión del acontecer; pero no es uniforme como en el caso del movimiento del reloj -que únicamente consiste en la mera sucesión-, sino que es vivo y cambiante según la densidad de sentido, la profundidad y la intensidad, y está vinculado a nuestra más propia e irrepetible existencia. (R. Guardini, El tránsito a la eternidad, p.122).
Hay que salir de una noción pobre de eternidad para entender a fondo en qué consiste la realidad de que nuestra vida no acaba después de la muerte, sino que traspasamos las fronteras del tiempo y del espacio. Necesitamos relacionar el paso del tiempo con la intensidad de las vivencias que es mucho más que la fuerza de una fragancia que impregna el ambiente. La eternidad se asemeja a una multiplicación hasta el infinito de los momentos más felices de nuestra vida, y que mayor bien nos han hecho. La eternidad del Cielo es el estado de felicidad pura y para siempre que Dios ha preparado para los hombres que aprenden a amarlo y a amar a los otros.
En estos días de fiestas estamos celebrando, con más o menos conciencia, justamente un acontecimiento contrario: Dios, eterno, que decide meterse en nuestra condición espacio temporal, haciéndose hombre. Si nos dijeran “deja tu estado eterno de felicidad y vuelve al mundo cronológico donde las agujas del reloj parece que corren más de prisa justamente en los momentos de mayor felicidad”, pienso que nos volveríamos locos de tristeza en un instante. Por eso, creer en la reencarnación es una insensatez muy grande, y una lesión a nuestra capacidad de esperanza.
La Encarnación, en cambio, consiste en que Dios asume cuerpo y alma de hombre para estar más cerca de nosotros y mostrársenos como un niño pequeño, indefenso, impotente. Lo que para los hombres sería el colmo de la tristeza, para Dios es el colmo de amor, capaz de renunciar a sus mayores privilegios para estar más cerca nuestro, porque "su delicia es estar con los hijos de los hombres" (Prov. 8,31). Esto es lo que tanto celebramos….
Feliz Navidad.
En las fiestas hay dos realidades que funcionan a la inversa: a mayor y mejor compañía menos importa el paso del tiempo. Cuando la compañía, en cambio, no es buena, las horas se hacen eternas. Quizás por eso, tenemos una noción despectiva de lo que es la eternidad. Parece que lo eterno es sinónimo de estático, de aburrido. En cambio, lo bueno es, justamente, lo fugaz, aquello que, casi sin darnos cuenta… ¡de repente!.. se acaba.
Por eso, me pareció muy buena esta cita de Romano Guardini:
Así, para nuestra vivencia, no tienen la misma duración una hora llena de un fuerte sentimiento y una hora interiormente vacía. La primera pasa en un instante, la segunda se hace interminable. Pero cuando miramos retrospectivamente se invierte la impresión: la hora que discurre lenta y 'aburridamente' parece una insignificancia; en cambio, la transcurrida tan rápidamente por la densidad de la vivencia ocupa un amplio espacio en el recuerdo. Por consiguiente, el tiempo adquiere un carácter nuevo tan pronto como entra en juego la vida propia. Entonces, el tiempo es la sucesión del acontecer; pero no es uniforme como en el caso del movimiento del reloj -que únicamente consiste en la mera sucesión-, sino que es vivo y cambiante según la densidad de sentido, la profundidad y la intensidad, y está vinculado a nuestra más propia e irrepetible existencia. (R. Guardini, El tránsito a la eternidad, p.122).
Hay que salir de una noción pobre de eternidad para entender a fondo en qué consiste la realidad de que nuestra vida no acaba después de la muerte, sino que traspasamos las fronteras del tiempo y del espacio. Necesitamos relacionar el paso del tiempo con la intensidad de las vivencias que es mucho más que la fuerza de una fragancia que impregna el ambiente. La eternidad se asemeja a una multiplicación hasta el infinito de los momentos más felices de nuestra vida, y que mayor bien nos han hecho. La eternidad del Cielo es el estado de felicidad pura y para siempre que Dios ha preparado para los hombres que aprenden a amarlo y a amar a los otros.
En estos días de fiestas estamos celebrando, con más o menos conciencia, justamente un acontecimiento contrario: Dios, eterno, que decide meterse en nuestra condición espacio temporal, haciéndose hombre. Si nos dijeran “deja tu estado eterno de felicidad y vuelve al mundo cronológico donde las agujas del reloj parece que corren más de prisa justamente en los momentos de mayor felicidad”, pienso que nos volveríamos locos de tristeza en un instante. Por eso, creer en la reencarnación es una insensatez muy grande, y una lesión a nuestra capacidad de esperanza.
La Encarnación, en cambio, consiste en que Dios asume cuerpo y alma de hombre para estar más cerca de nosotros y mostrársenos como un niño pequeño, indefenso, impotente. Lo que para los hombres sería el colmo de la tristeza, para Dios es el colmo de amor, capaz de renunciar a sus mayores privilegios para estar más cerca nuestro, porque "su delicia es estar con los hijos de los hombres" (Prov. 8,31). Esto es lo que tanto celebramos….
Feliz Navidad.
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