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HAITÍ. Encarar el dolor sin enfrentamiento: camino hacia la soberanía

Sobran motivos para escribir sobre la tragedia de Haití, e innumerables modos de abordarlo. Hace poco me comentaba una persona, muy preocupada por la situación de allí, que para más colmo se había enterado de que se trataba de un país lleno de esclavos. Eso es una gran mentira. Por otra parte, aunque seguimos muy inquietos por la situación que están atravesando los haitianos, el volumen informativo tiende a disminuir cada vez más a medida que se alejan las horas de la tragedia, hasta llegar, como en tantos otros casos, al olvido.

Por eso, quizás ha llegado el momento de reflexionar un poco y de preguntarnos acerca de quiénes son los haitiano, cómo ha sido su historia y cómo piensan. Lógicamente, es imposible responder de modo concreto a estas preguntas, sin embargo, podemos repasar algunos eventos de su historia que pueden iluminar nuestra comprensión de su idiosincrasia y de su cultura.

Haití, como los demás países de la América, fue colonia europea, primero española y luego francesa, hasta el siglo XIX. Antiguamente se llamaba Sain-Domingue. Fue lugar de explotación agrícola y de comercio de esclavos. Ciertamente, había un terrible tráfico de personas, y la población negra llegaba a casi medio millón de habitantes. Sin embargo, no todos eran esclavos: poco a poco entre los negros y mulatos del lugar fue naciendo la clase de los libertos que habían comprado su libertad. Ellos fueron quienes encabezaron la independencia de Haití, a diferencia de los demás países de América donde la llevaron a cabo los blancos criollos descendientes de colonizadores.
A medida que los libertos iban adquiriendo cultura y educación, según el modelo francés, el movimiento independentista se iba gestando inspirado en los ideales de la Revolución Francesa. Haití fue el segundo país en declarar su independencia, después de la de los Estados Unidos. Fueron años de lucha extremadamente violenta, nacionalista, antiesclavista y racial. Los blancos fueron expulsados de la isla y muchos de ellos perdieron la vida. El prócer de la independencia, Jean Jacques Dessalines proclamó la Constitución en 1804 en la cual se prohibía a todo blanco pisar el suelo haitiano como terrateniente.

El problema estuvo, como en otros países de América, en lograr mantener la estabilidad política después de la ruptura violenta con la antigua metrópoli. El siglo XIX se caracterizó por una serie de levantamientos que llevaron a una progresiva militarización del poder, con el consecuente sistema de represión y su réplica en forma de revoluciones internas. Unido a esto, el deterioro físico causado por la prolongada guerra llevó a un progresivo descenso de la producción, deterioro de las unidades agrícolas, atraso tecnológico, etc. Prácticamente llegaron a la ruina económica del país. Paradójicamente, aquellos impulsos independentistas y revolucionarios se vieron mermados por su mismo carácter destructivo y violento.


Debito a todo esto, Haití cae en una nueva subordinación, esta vez de tipo económico. Tuvieron que contraer deudas con países extranjeros, que imponían sus condiciones, entre los que se encontraba, nada más y nada menos que Francia, ya que tuvieron que indemnizar a los antiguos colonos. Se instalaron en la isla establecimientos bancarios provenientes de Francia y de los Estados Unidos, instaurando una verdadera subordinación neocolonial. Entre 1915 y 1934 sufrieron la ocupación militar de los estadounidenses.


Aunque vistos de modo suscinto, creo que estos hechos reflejan la carencia de un principio esencial en la nación haitiana, por más independientes que sean: la soberanía. Un país revolucionario, celoso de su libertad que, al mismo tiempo, no encuentra crear las condiciones internas necesarias para poder autolegislarse de modo pacífico y democrático. Una vez más la historia nos enseña que la soberanía no se conquista a base de revoluciones e ideales utópicos, sino de educación y de formación ciudadana y laboral.

Pero ¿de qué tipo de formación y educación estamos hablando? Hemos visto que Haití fue el país que encarnó los ideales de la Revolución Francesa con mayor fuerza y convicción y que, hasta mediados del siglo pasado, en Puerto Príncipe, repetían de memoria las palabras de la declaración de los derechos de los ciudadanos. Más recientemente, quizás nos suena el nombre del presidente haitiano Jean-Bertrand Aristide, ex-sacerdote salesiano, presidente de la República dos veces. Aristide, ciertamente, logró ser el primer mandatario en llegar al poder por elecciones democráticas pero, imbuido en las ideas marxistas de la teología de la liberación, siguió promoviendo un estilo de soberanía de corte revolucionario. La destitución de Aristide en el 2004 desencadenó una revolución de tal violencia y magnitud que las imágenes de los heridos, los niños y las víctimas pueden fácilmente confundirse con las actuales.


Ahora un terremoto ha sacudido el país y es, ciertamente, una desgracia. Pero también es la primera vez que el pueblo haitiano encara el dolor de frente, y no por enfrentamiento de hermanos, por culpa del de enfrente. Este encarar el dolor como un solo pueblo, como una sola nación, podría convertirse en un camino para llegar al fundamento de su soberanía, que reside en el reconocimiento del otro como un "otro yo" en lugar de seguir viviendo bajo la perversa lógica revolucionaria del "quítate tú pa’ ponerme yo". ¡Cuántas similitudes con la situación de Venezuela!
A pesar del determinismo y de la tendencia al pesimismo que todos podemos experimentar cuando miramos la situación de Haití, creo que hay motivos para confiar en el pueblo haitiano: porque tienen fuerza y deseos de soberanía, porque la unidad y la responsabilidad cívica que les falta pueden conseguirla precisamente a través de estas circunstancias, ya que les puede llevar a ejercitarse en la solidaridad de unos con otros, a agradecer el don de la vida, a sacar el país delante como una sola nación.

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