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El buen orador: un texto que puede iluminar a la juventud política de hoy

Rafael Tomás Caldera
¡Por fin! vuelvo a escribir. El 24 de enero de este año, la Academia Venezolana de la Lengua nombró a Rafael Tomás Caldera -filósofo, profesor de filosofía de la USB, hijo de Rafael Caldera- miembro número de la institución. Ahora ocupa la silla de su padre.

(Puedes leer la noticia aquí en El Universal).

Al nuevo miembro le correspondió pronunciar unas palabras en homenaje a su predecesor. No creo que se haya tratado de un nombramiento que quiso ser hereditario, sino que, realmente, Tomás Caldera representa, junto con Luis Castro Leiva (1943-1999) una de las pocas cabezas de filósofos -pensadores de pura cepa- de las últimas décadas de nuestro país.

Vale la pena leer íntegro el discurso. Para entusiasmarlos, traigo algunos fragmentos con un video del famoso discurso de Rafael Caldera ante el Congreso Nacional, el 4-2-1992. Aprovechamos que acabamos de conmemorar un nuevo aniversario del 4F para hacer un memento histórico de lo que vale la pena recordar.


Sobre la figura de Rafael Caldera

1. 
La formación académica de Rafael Caldera, que le mereció muchos
reconocimientos internacionales, fue íntegramente venezolana. Por eso sabía bien
lo que encuentra en el Andrés Bello que sale de Caracas para no regresar nunca:
“llevaba —dice— lo indispensable en el humanista, lo característico de su
actuación en la cultura: la vocación al estudio, un sistema fundamental de
nociones que le acompañaría en su vida, un método de investigación, un criterio
claro y jerárquico para interpretar las letras y la vida”. Así, “a pesar de la
fructuosa influencia de la cultura inglesa en su vida, Bello no se hizo un sabio
inglés, sino un sabio americano. Llevaba al marcharse a Europa una formación
propia y característica, fruto selecto de un proceso de desarrollo cultural”.


2. 
En ese talante suyo como orador no estaba ausente el cuidado por la perfección formal de la palabra: la imagen acertada, el calificativo justo, la frase punzante que hiere la conciencia y queda en la memoria de quien lo escucha como incitación
permanente a una elevación de la conducta. (...)

Rafael Caldera, Sofía Imber y Carlos Rangel
Pero en él predominó siempre el mensaje. Rasgo fundamental de su persona fue la coherencia entre el pensamiento y las acciones. No pronunciaba palabras a la ligera, por afán de halagar a su público. Ni temió decir la verdad, sin ofensa para nadie, aun con riesgo de su seguridad o de su libertad personal. Puso empeño constante en que su discurso estuviera fundamentado en el conocimiento cabal de la realidad y en los principios que organizan ese conocimiento y sirven de clave para su comprensión. Podría decirse de él lo que escribió Festugière en su clásico estudio sobre Platón: “Un espíritu reflexivo se reconoce por este signo: que no admite divorcio entre las leyes del actuar y las necesidades del ser”.


3. 
No puedo dejar de mencionar, en su trayectoria de orador, cómo con ocasión de los graves sucesos que sacudieron la vida del país en febrero de 1989 y de 1992,
su responsabilidad de ciudadano lo llevó de nuevo a la tribuna. No puedo dejar
de mencionarlo sobre todo porque, de alguna manera, esas dos ocasiones
tuvieron valor de arquetipo. Muchas veces a lo largo de su vida le correspondió incidir en el rumbo de los acontecimientos nacionales por la claridad, la fuerza y
la entereza de su palabra. En esta oportunidad, “entre tanto estruendo y desvarío
—escribiría Luis Castro Leiva—, de pronto, desde el lugar de más digna
memoria, desde el Congreso de la República, dando acaso postrer lustre a la sede
de majestades perdidas, emergió la cualidad de una voz, la del Político y de su
Vocación, la del Orador; el Presidente Rafael Caldera, Senador Vitalicio de esta
República democrática, habló a la nación”. Y añadió, un poco más adelante:
“entre todos los hombres públicos que han pedido la palabra o que han hecho
uso de ella, sólo esa voz se ha tenido a sí misma como propia. Sólo ésa se
pertenece a sí misma, sólo ella se apoderó de la conciencia de la República
democrática y de la verdad de sus dificultades”.

Por su parte, Manuel Alfredo Rodríguez afirmó al respecto: “Pocas veces en la
historia de Venezuela un orador pudo decir, con tan pocas palabras, tantas cosas fundamentales y expresar, a través de su angustia, la congoja y las ansias de la patria ensangrentada”.






Sobre las cualidades que debe tener un orador venezolano

4. 
La república es cosa de todos. Para edificarse exige, por tanto, el discurso
público, esto es, a un tiempo, la palabra proferida ante todos y la palabra que
concierne a todos.

Precisamente, podríamos decir, la palabra es proferida ante todos porque versa sobre lo que nos atañe a todos. Una de las maneras de secuestrar la vida de la república y ponerla al servicio de una persona o de un grupo determinado es el monopolio de la palabra, de tal manera que sólo se haga presente lo que interesa a quien detenta el poder.


5. 
Saquemos sí la consecuencia, que a veces pretendemos olvidar: todo sistema, toda forma política, tarde o temprano entra en crisis. Esto significa, desde luego, que, contrariamente a lo que nos gusta decir, los problemas no se resuelven.
Entendámonos: se resuelven una vez, para tener que resolverlos de nuevo. No en vano se imaginó la figura de Sísifo, condenado a empujar la piedra que nunca
alcanzará la cima. Porque el orden de la sociedad es temporal y ha de ser reconstruido una y otra vez, sin reposo.

Esta comprensión de la condición humana tiene como trasfondo la diferenciación, en nuestra experiencia de lo real, entre lo temporal y lo eterno. El
destino de la persona se cumple en la eternidad; el tiempo es su camino.

6. 
Se trata entonces de hacer la vida. Porque aquello que propiamente se realiza en el tiempo es la persona. (...)  El proceso de la vida social exige, para su conducción, la presencia de quienes, por sabiduría propia o aprendida, puedan recordar a los otros el bien, lo justo. Es necesario así que tanto en el gobierno como en la educación se halle presente esa palabra de sabiduría.


7.  
“En el orador se pide la agudeza de los dialécticos, las sentencias de los filósofos, el estilo de los poetas, la memoria de los jurisconsultos, la voz de los trágicos y el gesto de los mejores actores” [Cicerón]. Esto es, se trata de una cierta excelencia humana, no de un oficio común, tal como dudaríamos en calificar de escritor a cualquiera que emborrone papeles o —al uso de nuestro tiempo— produzca un blog. Insiste Cicerón: “Por eso nada más raro y difícil de hallar en el género humano que un orador perfecto.
Y si en las demás artes basta una tolerable medianía, en el orador es necesario que
estén reunidas en grado sumo todas las cualidades”.





Antonio Machado
8. 
Y es en esto donde nuestra mentalidad técnica actual puede cegarnos y donde la consideración de la primera parte de la fórmula de Quintiliano nos ayuda a comprender el núcleo del problema. Porque, dice Quintiliano, el orador ha de ser un hombre bueno.


Por suerte, en el mundo de habla castellana ya Antonio Machado nos hizo considerar aquello de ser en el buen sentido de la palabra, bueno. Porque no hablamos de un “buen hombre”, ni queremos incurrir en ese moralismo fofo que confunde bondad con una cierta actitud un tanto pacata ante la vida, un tanto tonta.


9. 
Reclamemos el contenido pleno del calificativo para pensar que ‘bueno’ dicho ahora del hombre que ha de ser, que es orador, significa una plenitud humana.
Con palabras de Bolívar en Angostura, podríamos decir que se trata de poseer la rectitud del espíritu.



10. 
Lo que resulta crucial, más allá de la preparación necesaria, porque “nadie puede hablar bien de lo que no sabe”, es la rectitud como disposición de fondo en la persona. Rectitud que se manifiesta en el uso responsable de la palabra: no dice
cualquier cosa, no habla para llamar la atención sobre su persona, expresa —aun
cuando improvise— lo que ha meditado. Porque siente como propio lo que
afecta a la república. Se siente responsable del bien común.

11. 
¿Desde dónde habla el orador? Esta pregunta nos trae al meollo de la cuestión.
Hemos anunciado que queríamos considerar la misión del orador en la república.
Ahora nos acercamos justamente a ver que se trata de una misión. Aquel que va a
cumplir este alto oficio encuentra en sí, en la conciencia, una voz que lo
trasciende. No es el caso de hacer, simplemente, algo bueno, posible; es algo que
debe hacer, aunque por supuesto podría no hacer. Lo que encuentra en sí mismo
tiene carácter imperativo: descubre el llamado de una acción que debe realizar. En la circunstancia, la acción de despertar las conciencias por la palabra. No palabras proferidas para encubrir el pensamiento ni lanzadas al aire para destruir
reputaciones y sembrar discordia. La palabra que convoca los corazones; que conforta el sentimiento colectivo y llama, una vez más, a la edificación del orden de la sociedad en la justicia y la paz.

Platón (Estancia de Rafael)
12.
 ¿Desde dónde habla el orador? El punto es decisivo. Ya Platón denuncia al sofista —en el Teeteto o en la República, cuando describe la corrupción de la naturaleza filosófica— como el retórico que aprende a halagar la plebe. Su
principio será persuadir mediante el halago: guiado, diríamos hoy, por las encuestas y mediciones de las tendencias de la opinión, procurará decir lo que la gente quiera oír. La palabra no brota entonces de la verdad de la conciencia ni convoca tampoco a esa toma de conciencia que puede guiar la acción de los ciudadanos en la dirección acertada.

Porque el ser humano vive de lo que alienta en su corazón, en su mente: convicciones, ilusiones, ideas y creencias. La sociedad vive de su concepción
compartida acerca de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto. Por eso,
“al faltar lo que nutre el alma —ha escrito el poeta Rafael Cadenas— el
escenario interior del ser humano es invadido por fuerzas de signo único que
convierten la sociedad en un yermo”.

13.
El otro antitipo del orador es el gobernante que pretende
transformarse en profeta: el intento del autócrata totalitario de invadir y secuestrar la conciencia de la gente cuando lo único que en verdad le interesa del gobierno es el dominio y la sumisión, que buscará por los medios disponibles. De
manera particular, además de los instrumentos clásicos de dominio —la fuerza de
las armas y el dinero—, tiene ahora la impresionante tecnología de la
comunicación de masas, que permite una presencia continua y cercana, casi
inmediata, del dirigente. Que permite, sobre todo, una desinformación
sistemática acerca de las grandes cuestiones que el ciudadano debe conocer para cumplir su función.

No se puede sojuzgar la conciencia sin, a la vez, invocarla y, de algún modo,
anularla. Es necesario, ante todo, apelar a la conciencia misma para dar a la persona del ciudadano la sensación de que lo intentado es una rectificación de la marcha de la república. Se invoca la justicia; se denuncian flagrantes errores y atropellos, de tal manera que, al mismo tiempo, el oyente se persuade de la
verdad del planteamiento —se enciende su indignación— y de la rectitud de
quien le habla. Puesto que denuncia la corrupción, ha de ser honesto. Puesto que
denuncia la injusticia, ha de ser recto. Puesto que denuncia el desgobierno, ha de
saber hacerlo mejor.

14. 
Para anular la conciencia, por otra parte, es necesario —digamos— cambiar la verdad. Al respecto es de suma importancia modificar la memoria de lo pasado, de tal manera que la recordación de lo sucedido confirme siempre las palabras del autócrata. Y se requiere mentir o desinformar acerca de lo presente para que el juicio que pueda llevarse a cabo de sus acciones o realizaciones esté en conformidad con la orientación propuesta. (...) El desengaño vendrá después, por la irrecusable fuerza de los hechos y la insobornable vocación de verdad de la mente humana.

El siglo veinte conoció ejemplos terribles de esta figura en los totalitarismos de
derecha e izquierda. El siglo veintiuno estrena sus nuevos modelos, a despecho del anunciado triunfo del “totalitarismo de la diversión”, que procuran instaurar en nuestro mundo los grandes medios. Ambas contrafiguras modifican el ambiente a tal punto que —podría pensarse— hacen imposible hoy la función del orador. Éste sería tan solo una figura clásica,
el recuerdo de un pasado que acaso fuera mejor, pero ya irrevocable.

15.
 La misión del orador, sin embargo, corresponde a un dato esencial, inevitable, del
problema real de construir la república. Es necesario sostener y alimentar el consenso que hace posible la vida en común, le da su sentido, fundamenta las
decisiones de los órganos del poder. Podría decirse —con razón— que hay
Ilustración de "El Quijote"
elementos permanentes que subyacen en toda situación humana. Pero es preciso que hayan sido reconocidos e instaurados en el contexto concreto de cada grupo, de cada sociedad, con sus rasgos culturales, su historia y sus tradiciones propias. Y debe mantenerse su vigencia efectiva, de tal manera que la vida compartida no
decaiga del nivel señalado por esos principios comunes.

Nada lo hace ver con más claridad quizá que la vida de la lengua. No hay grupo
humano sin lenguaje, lenguaje que se apoya y brota de las posibilidades mismas
de la naturaleza racional del ser humano. Pero cada grupo tiene una lengua propia
en y con la cual ha de ser cultivada la capacidad de cada uno de los hablantes, en
particular la de los nuevos miembros del grupo social. Para la salud de esa
comunidad, la lengua ha de mantenerse en plena vigencia, sin que decaiga su uso al nivel de comunicaciones inarticuladas o se pierda la memoria de las grandes realizaciones que le han dado su máximo esplendor. 

16. 
Así con el orador, que se hace cargo de la vida de la república, aunque de momento encuentre cerrados los caminos. Tarde o temprano, la realidad termina por abrirse paso. No hay constructores de realidades segundas que puedan evitar
la confrontación definitiva con esa sencilla y fuerte verdad de las cosas.

Lo crucial será, ante todo, su propio compromiso. De allí surgirá el acierto en el mensaje. Porque su propia conciencia resuena con los males de la república. Los
comprende mejor que nadie al ser, por la vigencia de la norma en su interior,como un canon y medida viviente de lo bueno y de lo justo. Su voz alcanzará entonces la capacidad de iluminar a sus conciudadanos, de convocarlos al corazón, de mostrar el camino que ha de emprenderse una vez más.

17.
Luis Castro Leiva
 Sin entrar en el análisis de otros factores, es importante señalar cómo asistimos durante años a la destrucción del discurso público: “Pero ¿qué ocurre en una República Democrática —se preguntaba Luis Castro Leiva— cuando la palabra del Político no se empeña, cuando la lengua de los Magistrados es torcida, cuando quienes la conceden no tienen derecho a darla, cuando quienes hablan callan, cuando quienes la profieren vociferan, cuando quienes la abusan se desnudan en su inconsistencia moral? ¿Qué ocurre?” Y respondía con acerada
lucidez: “Sucede entonces que la República se muere con la Democracia, y ésta en aquélla”.



18. 
Preguntado Confucio acerca de lo primero que debía hacerse en el gobierno que se le quería confiar, dijo sin vacilaciones: rectificar los nombres, restituir el sentido original de las palabras. Gobernar, entendía él, es rectificar: conducir al pueblo con rectitud. Para ello es esencial que las palabras estén de acuerdo con
la realidad de las cosas. La inmensa tarea de reconstruir nuestra república y ganar
Arturo Úslar Pietri
de nuevo la democracia en la nación venezolana exige, antes que nada, la restitución de la verdad en el discurso público.

Retomando palabras de don Arturo Uslar Pietri, podría decir hoy que “nunca un país esperó tanto y necesitó tanto de sus hombres de pensamiento y creación, como hoy la tierra de Andrés Bello [la patria de Simón Bolívar]. El país está como a la espera de esas voces para que se anude el diálogo vivo y fecundo sobre su destino”.



19. 
Necesita nuestro país reconciliarse consigo mismo. Restaurar la república. Establecer de nuevo el Estado de derecho. Ello supone una comprensión integral de la democracia, que va más allá de una forma de gobierno con su ritual de votación periódica e implica una forma de vida. Exige al ciudadano la virtud de preocuparse por el bien común y procurar el respeto de la ley. Entraña ese sentido profundo de la legitimidad, que llevaba a Tomás de Aquino a decir
serenamente cómo “el hombre que abusa de la potestad que le ha sido dada merece perderla”.(...)

20. 
La misión que nos señala la herencia de Bolívar se ve completada por el legado de Andrés Bello, de Sanz, de Juan Germán Roscio. La tradición venezolana, más allá de una accidentada peripecia histórica, apunta a la libertad, atesora la justicia. Mas es preciso hacer frente al “odio político” que, como señalaba Cecilio Acosta, es factor determinante de nuestros males; y requiere la república la voz
de una nueva generación de oradores que dé vigencia a nuestro consenso fundamental y convoque a los corazones para retomar el rumbo. Estamos los venezolanos a la espera de esas voces que puedan “decirle al país las palabras justas, generosas y aleccionadoras que necesita”.

“Mientras más conozcamos a Venezuela —concluyo con Rafael Caldera—, más la amaremos; más nos enorgulleceremos de sus éxitos y realizaciones, más nos doleremos de sus penalidades y fracasos. Más nos sentiremos comprometidos a trabajar para que viva como su pueblo anhela, ha anhelado y continuó anhelando aun en las etapas de amargura: para que viva en libertad, esforzándose en interpretarla y servirla. Porque en el largo camino de su vía crucis, ha subsistido siempre la voluntad colectiva de superar los traumas y avanzar. Como el Libertador en Pativilca, la respuesta es: ‘Triunfar’.”

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