Sartre, el filósofo existencialista y pesimista más influyente del siglo XX, se lamentaba en su obra La Nausea de una realidad que experimentamos a diario, y que a nosotros -menos pesimistas quizás- también puede llegar a repugnarnos: la inmensa vulnerabilidad de las palabras.
Tenemos un lenguaje y una capacidad de comunicación estupenda: para expresarnos, para nombrar las cosas, para contar los hechos, para ofrecer propuestas, para referirnos a las diversas realidades, para convocar a las personas e involucrarlas en un proyecto o en ideales comunes, etc. Sin embargo ¡cuántas veces abusamos del lenguaje! Usamos las palabras de manera irresponsable: "te doy mi palabra"...y es mentira. Otras veces no llamamos las cosas por su nombre, sino que le asignamos el término exactamente contrario: "Digo la verdad"...y está mintiendo descaradamente. Incluso expresamos deseos que en realidad no tenemos, o proyectos que no estamos buscando: "Quiero la paz y la justicia"....mientras se es cómplice de la violencia y de la más descarada injusticia.
En ocasiones las palabras son víctima de la moda, entonces todo el mundo las usa, las escribe, las proclama, al tiempo que su significado se va como diluyendo. Un ejemplo claro lo encontramos en el uso, desmedido y superficial, de grandes palabras, o nombres, como Dios, Moral, Valores Dignidad, Verdad, Libertad, Amor, Justicia social, Igualdad y un largo etcétera.
Al comprobar esta realidad nos preguntamos ¿por qué no se impone la verdad de las cosas? ¿por qué no se rebelan las palabras usadas en el discurso mentiroso o superfluo que tanto estamos acostumbrados a escuchar? Idénticas palabras, las mismas frases para expresar la verdad y la mentira, lo profundo y lo trivial. Es el más puro y elemental engaño. Hace falta desmentir lo que parece obvio, y entonces no se encuentran palabras, porque son las mismas que se usaron para mentir. Todas parecen estar envenenadas de falsedad, divorciadas de su auténtica realidad.
Entre las muchas causas que podemos encontrar para explicar semejante confusión en el lenguaje, hay una que parece irrelevante pero que no deja de tener importancia. Digo irrelevante porque, como todos sabemos, mienten los que quieren mentir, aquellos que voluntariamente se proponen engañar y manipular a los demás. Pero ¿no es verdad también que mienten aquellos que están confundidos?
Desde pequeños aprendemos el significado de las palabras, pero no su rostro real, su biografía o el complejo proceso histórico de formación de su definición. Cada palabra posee una larga trayectoria en las diversas culturas, que ha quedado plasmada en los tratados filosóficos, en la literatura, en las ciencias y en la historia. Muchas veces han sido interpretadas y redefinidas por las distintas corrientes filosóficas. Cada palabra, cada definición, guarda dentro de sí un bagaje epistemológico que sólo es posible conocer si existe una fuerte y recta apertura al conocimiento. Este rostro de las palabras, su auténtico significado, supone una tarea obligatoria para los que se dedican a las letras, al discurso político, a la historia. Y vislumbran su rico contenido aquellos que se proponen, seriamente, caminar hacia la verdad de las cosas, hacia ese rostro humano de la realidad, podemos decir, que son las palabras.
Se trata de uno de los empeños más profundas de los que buscan, a mi modo de ver, ser cultos. No se trata de decir "para mi la verdad es esto". Mucho menos conformarse con la máscara demodé de las viejas ideologías que pretendieron disfrazar la realidad política, económica y social, con definiciones incuestionables. Me refiero al marxismo, al positivismo, al idealismo y, en general, a todos los ismos que han prestado sus contribuciones al significado de las cosas, sin duda, pero casi siempre con fecha de caducidad.
Pero tampoco convence la postura light del pensamiento débil que vemos hoy reflejada en tantos pensadores que han tirado la toalla en el empeño de llegar a conocer el significado de los términos. Hace tiempo escuché, en un foro sobre la tolerancia, a una persona que sostenía que lo mejor era no intentar dar una definición de tolerancia, ni buscar las definiciones que se han dado, porque entonces estaríamos cayendo en intolerancia. Semejante planteamiento no es más que un canto a la ignorancia y a la arbitrariedad de las cosas.
Hoy en día tenemos más claro que antes que es necesario abrirse, progresar en el conocimiento y enamorarnos de esa búsqueda de la realidad, con el deseo de llegar a buen puerto. Todo esto con la ayuda de la tradición cultural de Occidente que ha dado grandes pasos -más que retrocesos- en la comprensión del mundo, del hombre y de Dios.
No basta leer muchos libros para ser cultos. Es necesario despojarse de una serie de vicios en el aprendizaje que impiden la búsqueda libre y desinteresada de la verdad. Esos vicios no son otros que los mismos que entorpecen el camino de la vida: el afán de poder, la ambición personal, la terquedad, el egoísmo, el odio, la obstinación mental, los resentimientos.
Los árboles sembrados en lugares aptos crecen rectos y esbeltos mirando al sol. Otros, en cambio, se tuercen porque están en lugares oscuros donde el sol no les da sino por un ladito. Si la cultura es cultivo de nuestra inteligencia, procuremos no estar demasiado tiempo donde la oscuridad de esos males impide que nos pegue todo ese sol de verdad que brilla en la realidad para todos.
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