Participación y representación son los dos brazos que
articulan a la sociedad política. La Constitución de Venezuela lo expresa de
manera clara en su artículo 62: “Todos los ciudadanos y ciudadanas tienen el
derecho de participar libremente en los asuntos públicos, directamente o por
medio de sus representantes elegidos o elegidas. La participación del pueblo en
la formación, ejecución y control de la gestión pública es el medio necesario
para lograr el protagonismo que garantice su completo desarrollo, tanto
individual como colectivo. Es obligación del Estado y deber de la sociedad
facilitar la generación de las condiciones más favorables para su práctica”.
Pero para que este ejercicio de la participación ciudadana sea posible, es necesario que el Gobierno la garantice y la fomente, mediante lo que se conoce como el principio de subsidiariedad. La
sociología lo define como la tendencia favorable del Estado a apoyar las
actividades privadas o comunitarias, es decir, garantizar los mecanismos de participación ciudadana, fomentarlos, abrirlos a
un mayor ámbito de competencias, delegar funciones, capitalizar los esfuerzos
de las organizaciones en beneficio del bien común. Es sana una
democracia abierta y fluida, ágil, que no se estanca en sus mecanismos de participación, sino que da cauce a la
vida de la comunidad política que preside, porque cree en la fuerza de la iniciativa social.
Igualmente, corresponde a los ciudadanos elegir a los
representantes que abogarán por sus intereses en las distintas instancias
gubernamentales, nacionales e internacionales. Estos representantes deberán
tener la formación política necesaria para saber insertar sus propuestas en el
concierto de la comunidad política. Si falta esa formación, por muy claro que
tenga los intereses de su comunidad, sus esfuerzos serán vanos. Tradicionalmente,
las escuelas de formación política han sido los partidos políticos, que son
organismos esenciales en el sistema de representación y participación
democrática. Los partidos, además, pueden crear un tejido democrático fuerte,
basado en una comunidad de personas que debate y propone ideas, visiones y proyectos.
Los momentos de esplendor en la historia de cada partido han sido aquellos en
los que sus miembros estuvieron fuertemente cohesionados, no en función del
poder, sino de un ideal de Nación. Paradójicamente, esos tiempos de mayor
consistencia ética, han sido aquellos de persecución y negación de sus derechos.
Dicho esto, nos trasladamos ahora al plano personal, que es
el ámbito de las virtudes ciudadanas. La participación es, o pasa a ser, una virtud
cuando se convierte en un hábito de la conducta diaria; cuando el ciudadano
asume la cosa pública –desde el nivel más inmediato de su entorno hasta el más
lejano– como obra de sus propias acciones y omisiones. Nada atenta más contra
el principio de participación que el excesivo paternalismo o la sobreprotección
del Estado, así como el sentimiento de víctima de quienes le echan la culpa de
los males a todo aquel que está por encima de él.
En cuanto a quienes tienen obligación de adquirir esta
virtud, debemos decir que son todos los ciudadanos. También los más débiles,
los grupos minoritarios o menos favorecidos, que deben activar mecanismos de
participación contando con el mayor apoyo subsidiario del Estado. Basta un
mínimo de supresión o arrebatamiento de los derechos de participación de un
grupo humano, para que el sistema democrático de un país se vaya debilitando,
creando focos de resentimiento social, que no es el legado que deja la falta
de bienes materiales, sino la impotencia experimentada, por muchos años, de no ser tomado en cuenta en el curso de las decisiones políticas.
El ejercicio de la participación supone un exigente estilo
de vida, porque resulta relativamente fácil supeditar los intereses del bien
común a los del propio bien egoísta. Dicho empeño moral pasa por el uso
desprendido y desinteresado del poder, para que la gestión pública sea ejercida
por varios ciudadanos a lo largo y ancho de la historia de un pueblo o nación.
Si intentamos aplicar estos principios al sistema
comunista, veremos que son incompatibles. La teoría política de Marx
puede tener definiciones y críticas justas, pero falla radicalmente en su
consideración del protagonismo central del individuo, que nunca se convierte en
una masa o colectivo si ejercita a diario su deber de participación. El socialismo de
estado tiende a la inmolación del individuo en beneficio de un todo, que
en este caso es el Estado o un líder carismático.
¿Participación o populismo? |
El estado comunista va conduciendo al ciudadano a prácticas
ficticias, titereras y patrioteras, de participación, que no son sólo insuficientes sino
sobre todo profundamente corrompidas, por lo manipuladoras que son. Detrás de estos
mecanismos truncados de participación, se oculta la convicción de que el
ejercicio pleno de la libertad supone una amenaza para el Estado, o sea, para quienes ejercen el poder. Por eso, creen que se debe mutilar a los ciudadanos, convertirlos en una
especie de bonsai, limitarlos en todo, desde lo más material hasta en su
expresividad artística y espiritual.
El mejor modo de enfrentar esta epidemia es deducible, si se tiene en cuenta el problema de fondo que es la pretensión de anular la libertad individual. Crecer en los aspectos personales: en la formación humana, intelectual, cultural y espiritual; crear grupos de resistencia cívica, asambleas de ciudadanos, agrupaciones gremiales, etc. Fortalecer el tejido de los partidos políticos, sin dejarse llevar de prejuicios o errores del pasado. Hacer público el descontento en las manifestaciones de calle. En definitiva, seguir el propio camino, abrirnos al diálogo ciudadano. Seguir los sabios consejos del poeta Andrés Eloy:
Quiero
que me cultives, hijo mío,
en tu modo de estar con el recuerdo,
no para recordar lo que yo hice,
sino para ir haciendo.
Que
las cosas que hagas lleven todas
tu estampa, tu manera y tu momento.
y cultiva mi amor con tu conducta
y riega mi laurel con tus ejemplos...
(Coloquio bajo el laurel)
(Coloquio bajo el laurel)
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