Los días que estamos celebrando constituyen el centro del
misterio de la fe cristiana. El Papa Francisco ha dicho en reiteradas ocasiones
que un cristiano no es un adoctrinado, ni un idealista, ni uno que se dedica a
labores de voluntariado social: “El
cristianismo es una persona, una persona elevada en la cruz. Una persona que se
anonadó a sí misma para salvarnos. Cargó sobre sí el pecado".
Y sigue diciendo: "No se comprende el
cristianismo sin comprender esta humillación profunda del hijo de Dios que se
humilló a sí mismo haciéndose siervo hasta la muerte de cruz”. La vida de un
cristiano está llamada a imitar la vida del Maestro que se entregó a la cruz,
al dolor, al sufrimiento, por amor y para salvarnos de un sufrimiento eterno o infierno.
Por eso, seguir la vida de Cristo
crucificado nos pone frente a una disyuntiva que se hace patente en estos días. Pero estemos atentos: la disyuntiva de la cruz no es si conviene sufrir o no, porque eso no está
en nuestras manos. Todos sabemos que si de sufrir se trata, sufriremos todos,
irremediablemente, en mayor o menos intensidad y de distintas formas. La
disyuntiva, en cambio, consiste en escoger el sentido del dolor, es decir, si
haremos de nuestros dolores un infierno o un calvario.
Pensaba en esas frases que
usamos a menudo: “estamos viviendo en un infierno”, “no hace falta que exista el
infierno después de la muerte, si el infierno se vive aquí en la tierra”.
También utilizamos la expresión “esto es un calvario”, “cada quien tiene su
calvario”, para expresar los momentos duros de la vida. Se trata de dos modos radicalmente
distintos de asumir el dolor: uno abierto a la esperanza; el otro condenado al sufrimiento.
El evangelista san Juan se
refiere a la crucifixión de Cristo como el momento de su glorificación. Y, en
este sentido, el apóstol san Pablo dice que los cristianos nos gloriamos en Cristo crucificado. La cruz, el calvario, se entiende, pues, como una exaltación, una ascensión
al trono o lugar de máximo poder desde donde se pueden lograr grandes cambios.
Al escoger el camino del
dolor y de la cruz para salvar a los hombres del pecado, Dios transformó la
impotencia del dolor. Su generosidad sin límites frente al dolor físico y moral
fue como una carga de poder, una elevación del dolor al grado máximo de eficacia
transformadora. Con su anonadamiento, Jesús abrió una vía de purificación, de perdón, de sanación del comportamiento humano. Su dolor fue nada más y nada
menos que el arma para vencer el pecado: todo aquello que envilece al ser humano,
que lo convierte en un ser destructivo de sí mismo y de los demás.
El signo de la cruz no es
un objeto decorativo de iglesias, colegios y rosarios, como ha dicho también el Papa Francisco. El signo de la cruz es
el recuerdo del arma que tienen los cristianos para vencer el mal, para no prevalecer en el infierno. Es paradógico, pero real: el sufrimiento se combate sufriendo pero de una manera sanadora, no egoísta o resentida. Aceptar los dolores y sufrimientos como ocasiones de purificar los pecados y las
faltas propias o ajenas, es el camino para superar el infierno o peores sufrimientos.
No olvidemos que la vía del calvario tiene como destino la resurrección.
Pero sólo resucitan los que se deciden a vencer el pecado mediante sus dolores, unidos
a la cruz de Cristo, sin victimismos, ni quejas, sin presunción de inocencia porque todos somos pecadores. Por eso, nosotros nos gloriamos en esa Cruz, por eso llevamos como
distintivo la cruz de Cristo: porque allí está nuestra salvación de un infierno
sin esperanza ni futuro.
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