Lunes 20 de octubre de 2014 12:00 AM
La conmemoración del 12 de octubre me hizo discurrir por la idea de que estamos presenciando acontecimientos inéditos, si se quiere ajenos a nuestra tradición sociocultural y política, a nuestras costumbres e idiosincrasia hispanoamericana. Una especie de conducción foránea de los destinos de la República que obedece, tal vez, a los fuertes cambios ideológicos producidos por fenómenos migratorios del siglo pasado, que merecen ser estudiados con lupa por parte del historiador contemporáneo.
Adicionalmente, se ha venido produciendo en el espacio público algo semejante a lo que los griegos definieron como parodia, que no solo debe definirse como una "imitación burlesca", sino también por su significado etimológico: "canto paralelo". Un canto paralelo a la política, al Estado, a las instituciones, a la familia; una parodia de las grandes doctrinas políticas, religiosas y culturales que inspiraron el curso de América. Es una situación peculiar puesto que el escenario es real y, al mismo tiempo, ficticio, mediatizado, con coros o masas de ciudadanos que admiten, como única función cívica, el panem et circenses, la barriga llena y el vano entretenimiento, renunciando a sus responsabilidades sociopolíticas, y en consecuencia a su poder, como comentaba un lector en mi último artículo. La doble cara del individualismo bastaba para sumirnos en esta parodia de democracia y sociedad: desidia de unos; ambición de poder de otros.
No sería posible la parodia sin la colaboración de las grandes cadenas de información y entretenimiento. Hoy vemos una multiplicación de la propaganda ideológica, del exhibicionismo histriónico y ampuloso del orador defendiendo empresas quijotescas para llamar la atención global. Es la proliferación de la máscara para identificar, de lejos, a los personajes que pretenden hacerse con los destinos de las naciones. No en vano los denodados intentos de eternizarse en el poder con la idea de consumar el protagonismo de un nuevo mito nacional.
¿Cómo asumir, desde América, la llegada de este nuevo tiempo caracterizado por la mediatización de los problemas locales y la generación de nuevos mitos nacionales a escala mundial? No cabe respuesta más general que la siguiente: lo asumiremos con nuestra acostumbrada inmadurez institucional y social.
América no ha tenido tiempo de madurar en sus instituciones públicas, desde las educativas más elementales hasta la presidencia de la república. La ausencia de un período sosegado y fundacional, como lo fueron los siete siglos de fortalecimiento institucional del medioevo europeo, nos lanzaron a la modernidad en la más inocente minoría de edad. Es lo que Alfonso Reyes dice de manera lúcida en sus Notas sobre la inteligencia americana: "llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente. A veces, el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción. La tradición ha pesado menos, y esto explica la audacia".
Por eso, la cuestión crucial sigue siendo la misma de los orígenes, pero en un escenario mundial, superficial y mediático; lo que nos lleva, tristemente, a representar como una parodia de la historia genuina de nuestra América. La gran interrogante sigue siendo cómo orientar la libertad hacia la civilidad, dígase hacia el fortalecimiento de las instituciones y de las leyes, propias de todo verdadero avance en el orden social y en la civilización; o si conviene seguir apostando por causas reivindicativas y beligerantes, con sus elementos típicos para mantener el drama que los tiempos presentes parecen demandar. Pero no olvidemos que el drama es real: terriblemente real. No es casual que nuestros jóvenes se desvelen leyendo "Los juegos del hambre" intentando hacer catarsis, o buscando caminos de redención, en lo único que puede llevarnos a un final pleno en un tiempo de franca decadencia: el amor.
@mercedesmalave
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