No es la primera vez que amanecemos consternados por una noticia de terrorismo. Y nos podemos preguntar cuándo fue la primera vez que el mundo occidental presenció los embates violentos del islam. La respuesta habría que buscarla en los inicios de la era medieval. Se trata del terror más antiguo y más nuevo: siempre nuevo.
Aunque hemos avanzado mucho en la ciencia, la tecnología y las armas, no hemos descubierto un modo definitivo de combatir la amenaza cultural y religiosa que representa el islam en su manifestación más ortodoxa o apegada a la vida de su fundador. Nos mantenemos con la misma mentalidad del siglo XII en adelante. No nos extrañe, pues, si aparecen fenómenos similares a las cruzadas, la inquisición, etc., tan criticados por nosotros, cristianos, implacables críticos y detractores de nuestra propia fe y de nuestra propia historia.
Me resulta superficial achacar la muerte de los periodistas del Charlie Hebdo al irrespeto de la libertad de expresión por parte del mundo musulmán. La razón es mucho más profunda. Nosotros, los occidentales, más inclinados a la libertad de espíritu que a la uniformidad de la materia, creemos en la muerte moral, en la pérdida de la reputación, en el descrédito y en la vejación por razones éticas (usual proceder de estos caricaturistas). No hace falta morir o matar físicamente: existe la opinión pública, el juicio implacable, la condena de muerte a la religión por motivos morales. Se puede matar con palabras, con burlas e insultos. La fe no se debilita matando sino difamando. Pero para el islam ambas muertes se identifican cabalmente. No existe otra forma de vivir -ni otra forma de morir- que confesando el nombre de Alá, a Mahoma como su profeta, y dando guerra al infiel.
Por eso, una consideración más profunda de estos sucesos nos lleva a plantear la posibilidad de enfrentar el fanatismo con métodos distintos a la perpetración de la muerte moral al islam; estrategia que se asemeja a una pistolita de agua frente a un fusil. Las opciones que se nos presentan son dos: la guerra -de las cruzadas para acá ha sido el camino y es un fracaso puesto que aquí seguimos- o la religión bien vivida con nuestro propio contenido pero con la misma máxima del islam: "Ninguna constricción en las cosas de fe".
Si algo cuestionamos los cristianos es la propia fe; e incluso la misma capacidad humana de creer. Un creyente es una especie de ser menos culto, o sub-normal, ignorante, digno de burla, supersticioso e infeliz. Pocos reconocen que los logros de la cultura occidental están plenamente asociados al desarrollo de la fe cristiana. Muy pocos aceptan que la ciencia y la religión pueden cultivarse, con la misma intensidad, por la razón humana.
Quizás alguna vez nos hemos hecho la pregunta: ¿Por qué el Dios de los cristianos murió en una cruz con ese gesto de brazos abiertos, de inmolación, de nula resistencia, de inmenso amor? El amor, el respeto al otro, el don de sí mismo es lo contrario al juego de la muerte moral. Porque si jugamos a la muerte estamos en tremenda desventaja; pero si jugamos al amor somos invencibles. Ésta es la fe cristiana. En esto consiste nuestro modo de vivir el "ninguna constricción en las cosas de fe". ¡Qué lejos estamos de comprenderlo! y, al mismo tiempo, ¡qué fácil y cercano se nos haría si cerrásemos filas en torno al Papa Francisco! Si, lejos de burlar, caricaturizar y difamar la propia fe, o la ajena, nos empeñásemos en hacer vida el respeto y el amor al prójimo.
El camino para enfrentar el fundamentalismo es la conversión auténtica a la verdadera fe que no denigra la razón sino que la eleva, la purifica y la hace más capaz de lo bueno y lo bello.
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