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Laicidad positiva





Desde hace algunas décadas se viene hablando del ocaso de la civilización occidental. Se trata de una especie de agotamiento ideológico, con una creciente desconfianza y pérdida de fe en los valores fundamentales de nuestra tradición cultural. Me refiero al valor sagrado e inviolable de la vida, a la verdad, la libertad, la democracia con todas sus instituciones y métodos de autorregulación; a la familia, la fe y las costumbres religiosas y morales que nos han caracterizado como civilización.

¿Qué nos ha pasado?

A partir de un cierto momento de la historia, específicamente a fines del medioevo, los países que conforman la vieja Europa comenzaron a atravesar por un período fascinante, tanto desde el punto de vista humano y cultural como teológico, que se conoce con el nombre de proceso de secularización. Algunos lo consideran como haber llegado a la etapa de mayoría de edad de la razón humana, que se emancipa de la fe, de los dogmas, del misterio y de la providencia; pero también puede verse como la hora de reconocer y de asumir, con mayor propiedad, los problemas del mundo; de emplear armónicamente la fe y la razón en el ejercicio de las tareas propias de la comunidad humana, toda vez que Dios, desde tiempos inmemoriales, ha querido dejar al libre y voluntario albedrío una serie de asuntos muy importantes y cero triviales. Me refiero a la política, la economía, la ciencia y la investigación, las artes, la literatura, la sociología, la comunicación, la moda, el marketing, las nuevas tecnologías, la salud, la ecología, la física nuclear, la astronomía y un larguísimo etc.

¿Y la religión?

La religión cristiana fue la primera impulsora de la secularización. Hay personas que, abandonando las tareas seculares o temporales, asuman el cuidado pastoral de las almas, la guía y conducción de la religión. La iglesia católica tiene una larga tradición sacerdotal y clerical, que se remonta nada menos que a los doce apóstoles que siguieron las enseñanzas de Jesús de Nazaret y las difundieron por el mundo. El clero, la jerarquía de la iglesia y las órdenes religiosas, prepararon el terreno para este proceso de secularización. No se dedicaron sólo a la cura de almas, en un primer momento, sino que se afanaron en proporcionar las directrices, la formación, las instituciones y los instrumentos necesarios para poner en marcha toda una civilización, de modo que fuera concebida al servicio de la persona humana. No hay razón alguna -más que la mezquindad- para no reconocerle al catolicismo sus incansables esfuerzos a favor de casi todas las áreas humanas arriba mencionadas ¡Hasta la banca, los intereses y los sistemas de crédito y finanzas se los debemos a los monjes medievales! Digamos que la religión cristiana formó hombres e instituciones preparados para asumir, libre y responsablemente, las tareas seculares. Como una buena madre forma a sus hijos y luego los deja actuar libremente, así lo hizo la Iglesia en Europa.

¿Demasiada independencia?

Era justo emprender un proceso de separación para poder llegar a más, haciendo cada uno lo propio que le corresponde. Darle autonomía al pueblo creyente, a los laicos, es el mejor invento y la actitud más respetuosa de la libertad humana. A partir del Renacimiento este fenómeno se manifestó con más intensidad, y la primera interesada en promoverlo fue la misma conciencia cristiana, es decir, no hizo falta una invasión bárbara, ni ruptura con la tradición, ni incursión de otro credo religioso para que la Iglesia como institución, con sus órganos de gobierno, reconociera los limites y ámbitos de su específica misión y de su poder. Progresivamente, el occidente cristiano fue cambiando, y fue cambiando para bien. Sin duda hemos llegado a más en todo, en lo divino y en lo humano.

¿Qué fue lo negativo?

Pero hay una corriente dolorosa, una herida profunda en todo este proceso. Me refiero a la lamentable división de la Cristiandad occidental en distintas confesiones cristianas; división que se debió más a los desórdenes morales de sus fundadores, que a las necesidades de una cultura local determinada, o al proyecto europeo, universal y civilizatorio, que comenzó con el Imperio Romano y terminó de afinarse gracias a la influencia del humanismo cristiano.

Hay que decirlo con respeto pero con claridad: Si hubo un proyecto que la cultura protestante alteró éste fue el proceso de secularización: los reyes y príncipes volvieron a tomar las riendas de la fe y de la religión; la cultura se mezcló con los distintos credos y ritos como si éstos últimos fueran un asunto folklórico y local; la salvación se asoció con la riqueza material y el trabajo. Todo se divinizó, volvimos atrás. Incluso se justificó de nuevo la guerra de religiones, dejando un saldo tremendo en vidas humanas. El descubrimiento de América por parte de una monarquía católica abrió nuevos cauces a la evangelización y a las tareas propias de los clérigos. Pero la Monarquía, como cualquier hijo de su tiempo, también retrasó el proceso de secularización y volvió a implementar un mandato omniabarcante y clerical en "estos nuestros reinos" católicos.

¿Todo se perdió?

El proceso de secularización es indetenible en la mentalidad cristiana. Los primeros pasos hacia la laicidad del estado los dio Francia con sus ideales republicanos. La ilustración fue, sin duda, un movimiento secularizante, tendiente a resaltar el papel de la razón en la construcción de una sociedad más justa e igualitaria, y en la revitalización del sistema democrático. El republicanismo tiene la virtud de basarse en valores elementales, otorgando libertad en todo lo demás. No posee dogmas de fe ni proclama una religión oficial. Aunque los valores en los que se sustenta son de matriz cristiana, los seculariza, es decir, extrae de ellos su contenido religioso y se queda con lo humano. Mientras los demás países de Europa seguían sumidos en una fe religiosa al rey, los franceses se declararon en contra de una autoridad absoluta. Quizás ello fue así porque fueron los que más sufrieron más las arbitrariedades del absolutismo monárquico.

¿Y qué pasó después?

Los ideales de la Revolución Francesa se extendieron por todo lo largo y ancho de la cultura occidental, a excepción, quizás, de Estados Unidos que promovió su propio modo de entender el secularismo, un tanto más abierto a la trascendencia y a lo divino, y menos receloso de la presencia de Dios en la cosa pública. La razón ilustrada se fue agotando por su excesivo radicalismo ateo. Sus ideales se convirtieron prácticamente en consignas de guerra, frases de una nueva revolución. Los ilustrados quisieron cortar con la tradición; instaurar un nuevo sistema de signos y símbolos culturales; una nueva historia, una nueva moral y una nueva legislación. La revolución fue una especie de emancipación de la razón a ultranza que pretendió barrer de la cultura todo aquello que no fuera totalmente aprehensible y dominable por ella.

Nuevas heridas

Lógicamente, aquí se asoma el otro peligro de la secularidad que es el ateísmo. Prescindir absolutamente de Dios al punto de considerarlo un estorbo para el progreso humano; más aún, conviene eliminarlo de la cultura, de las costumbres y de las tradiciones. La segunda herida casi mortal al proceso de secularización, sin duda, han sido las ideologías ateas con la consecuente intención de burlar, perseguir y abominar de toda fe religiosa.

Entre ellas, la más agresiva es el marxismo, tanto por su interpretación del materialismo histórico como por sus ideas acerca del súperhombre que se basta a sí mismo, que puede ser revolucionario y modificar todo el status de la sociedad, a base de voluntad y manipulación ideológica. El marxismo ha permeado todos los ámbitos de la cultura occidental: la economía, el arte, la cultura, la concepción de la familia y del sexo, la política y la sociología. Se ha instalado en la universidad y ha sido el esquema de estudio de jóvenes, maestros e intelectuales. El marxismo no sólo inspiró el comunismo alemán, soviético, chino y cubano, sino también el movimiento estudiantil que originó el mayo francés, las protestas de los años 60, la revolución sexual anti-familia, los hippies, la droga, el feminismo y la contracepción como reivindicación de la mujer occidental. Este neomarxismo no es rojo, es multicolor y posee un enorme atractivo cultural. Detrás de él están las ideas de Marx y de Freud: un cóctel de materialismo y determinismo puro que empujó a las personas a plantearse la felicidad como placer, la economía como lucha de clases, la familia como comuna de libertinaje, y el sacrificio por el otro como una infeliz sumisión o mecanismo de auto-represión. El marxismo comunista y totalitarista  que se instaló en la Unión Soviética no ha rendido los frutos culturales del neomarxismo, que aún sigue inspirando un estilo de vida sin compromisos ni amor más allá del enamoramiento momentáneo: el amor entendido únicamente como satisfacción.

¿Es posible la secularidad cristiana?

Originariamente, la idea de secularidad y laicidad no excluye la religión ni la moral natural, ni los valores fundamentales del cristianismo. La justa separación entre lo temporal y lo divino no arroja al hombre al abismo de una libertad sin sentido. No priva del conocimiento de lo que es el bien y el fin de la vida humana; no induce a la autodestrucción ni a una vida desordenada o poco saludable. Concebir así la laicidad es hacer de ella una ideología materialista, un tanto irracional en algunos campos, incapaz de Dios, sin duda.

¿Cuál es la ruta?

Así con golpes y traspiés avanza la secularización en Europa, que no deja de ser buena y necesaria, aunque le falte, en ocasiones, conducción y doctrina. Hay que encontrar el equilibrio: reivindicar el lugar de Dios en la vida de cada persona, de cada cultura y de cada sociedad. En esto dos siglos los Papas han tenido un papel fundamental. El siglo XX, que se estrenó con un nuevo formato de guerra de magnitudes impensables, nos trajo, quizás, los mejores pontífices que haya conocido la historia de la Iglesia. Comprometidos con los problemas del mundo supieron aportar soluciones sin retroceder en la intención de vivir a cabalidad el norte secular: "al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". A los cristianos de a pie les toca lidiar con los problemas concretos; la Iglesia está para orientar, para guiar y para sanar las conciencias. No está para ocupar cargos políticos y mucho menos para declarar la guerra a nadie.

En este sentido, me resultan particularmente claras las ideas del Papa Emérito Benedicto XVI, a quién se considera el Papa de la razón, o más bien, de la armonía fe-razón. Fueron muchos los discursos, homilías, escritos, audiencias, etc. en las que glosó reflexiones en torno a la laicidad, la ciencia, la doctrina social, el lugar de la fe hoy, la conciencia cristiana, el relativismo, las nuevas tecnologías, la ética y un largo etcétera.


El tema de la laicidad implica sobre todo la formación de la conciencia humana, porque no se trata de imponer dogmas, conductas, principios o ideologías, sino que cada persona encuentre un norte para su libertad. Los recientes asesinatos a los caricaturistas del semanario francés Charlie Hebdo reflejan la actitud fundamentalista de quienes no creen en la libertad. Pero tampoco creeríamos suficientemente en ella si no luchásemos por mejorar, por corregirnos, por convertirnos en seres más respetuosos del otro, en definitiva, si no nos esforzáramos seriamente por amar más y mejor al prójimo, máxima que resume toda la fe cristiana: "La calidad de la vida social y civil, la calidad de la democracia, dependen en buena parte de este punto crítico que es la conciencia, de cómo es comprendida y de cuánto se invierte en su formación (...) Si la conciencia vuelve a descubrirse como lugar de escucha de la verdad y del bien, lugar de la responsabilidad ante Dios y los hermanos en humanidad, que es la fuerza contra cualquier dictadura, entonces hay esperanza de futuro (...) En la formación de las conciencias, la Iglesia ofrece a la sociedad su contribución mas singular y valiosa" (Benedicto XVI, Croacia: 2011). 

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