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La identidad del dinero: una respuesta a Alonso Moleiro


Luego de leer la interesante reflexión de Alonso Moleiro acerca de la identidad del dinero, en la que hace una clara crítica, de fondo y al mismo tiempo asequible, a la visión económica del marxismo, me quedaron ganas de debatir sobre la materia. Los temas, los análisis, cuando rayan en lo académico, nunca se agotan ya que muestran su indefinida riqueza. Pero, sobre todo, lo genuinamente académico abre el apetito, despierta la curiosidad, invita gratamente a seguir pensando. Es precisamente lo que provoca éste y otros textos de Moleiro.

Si algo ha tenido el marxismo a su favor es la capacidad de intuir, de oler, lo que no va bien, lo que se está dañando. De hecho nació a propósito del desorden que originó la revolución industrial con sus nuevos esquemas de trabajo, de producción, de aprovechamiento de los recursos naturales, de relación patrón-obrero, de generación de riquezas y ganancias, entre otros. Las descripciones de las sociedades industrializadas del siglo XIX son verdaderamente dantescas; para muestra la obra de Charles Dickens que ilustra tan bien los desmanes y la rápida deshumanización que originó el capitalismo primitivo. El problema es que el marxismo con su exacerbada crítica y pobreza investigativa, no se manifestó como un remedio sino como uno de los síntomas de la enfermedad; no dio con las soluciones sino que fue agravando los males. Es lo mismo que ocurre con el paramilitarismo, por ejemplo, que duplica el desorden de la guerra y aumenta la confrontación. Simplemente, no se puede resolver un mal con otro mal.

Pero más allá de los cuestionamientos al marxismo, que Moleiro ha señalado bien en su artículo “la identidad del dinero”, me preguntaba –leyendo tales ideas– si existe una ética intrínseca a la economía. Es evidente que la crítica marxista cae en una moralina insustancial y demagógica, pues no sabe nada de economía –tampoco sabe nada de metafísica, ni de antropología, ni de ética social; justamente, quiso romper con toda tradición filosófica, quedándose sólo con un poco de dialéctica hegeliana–; pero no sólo es la ignorancia de la ciencia económica sino la falta de aprecio a la materia lo que genera su imposibilidad de resolver algo del problema. Recuerdo un viejo profesor de ética que sostenía que, antes de juzgar éticamente una realidad humana, había que amarla primero, de lo contrario es fácil caer en generalizaciones y condenas a priori. En criollo decimos que el remedio no puede ser peor que la enfermedad.

Partimos de que no somos ni marxistas ni enemigos del capital, al contrario, valoramos aquella libertad que el dinero y sus prerrogativas parecen promover y otorgar al individuo. No queremos que el Estado prevalezca sobre la persona, sino que se reconozca abiertamente su protagonismo, sus méritos (meritocracia), su capacidad de trabajo, profesionalidad y su libre emprendimiento. Aun así, conviene saber si existe alguna ética inmanente a lo económico porque, de ser así, tampoco el liberalismo y el capitalismo estarían exentos de ciertos cuestionamientos y alertas que se deben tomar en cuenta a futuro.

Partimos también de la premisa de que todo acto libre se orienta a un fin, bueno o malo. En realidad, sólo vale decir bueno, ya que incluso siendo objetivamente malo o errado, siempre persigue algún tipo de bien. Si existe una ley de acción incuestionable es que todos obramos conforme a un fin bueno, por lo tanto actuar con plena libertad sólo nos traerá mayor cantidad de bienes.  Adam Smith decía, con cierto grado de determinismo, que el mercado tenía sus propias leyes internas, que había que dejarlo actuar con la más plena libertad para que proporcionara tantos bienes como ciudadanos hay en una sociedad; pero cuidado con esta sentencia porque, en primer lugar, existe la posibilidad de elegir bienes aparentes, y, en segundo lugar, hay bienes individuales que pueden representar males para el resto de la gente. La ley de perseguir un bien no es absoluta, ni está cantado su éxito. De hecho, no hay ley predeterminada que valga en cuanto a los actos libres porque, como dice el refrán, “el que hace la ley también hace la trampa”. La economía no puede darse leyes a sí misma, mucho menos el bien perfecto; tampoco puede construirse un verdadero equilibrio a base de trampas. Esto quedó demostrado con el colapso económico mundial del 2008 en adelante. Lo que se construye con timos, subterfugio y apariencia de balance de pagos, acaba derrumbándose.

La histórica reflexión sobre la escala de los bienes humanos abunda en un tema particularmente importante: la sustitución de los medios por los fines. Dar categoría de bien absoluto a algo que en realidad es un medio para alcanzar un fin superior, es el origen de muchos desaciertos en la búsqueda del bien. Por cierto, el marxismo en su irremediable disputa contra el capital pareciera no entender tampoco que el dinero no es el bien último del hombre; muy por el contrario, lo que demuestra es su grado de obsesión por el dinero. No nos extraña, pues, que una vez conquistado el poder sean los máximos detentadores del capital.  Polos opuestos se atraen.

Parece que ya han ido saliendo algunas actitudes humanas que bien podrían conformar ese tejido ético, intrínseco, como especie de guía hacia el éxito, de la economía. En primer lugar, una sana relativización del capital, verlo como un “medio para” y no como un fin en sí mismo; luego el ejercicio de la libertad “sin trampas” es decir respetar las reglas del juego, lo cual demanda sinceridad, transparencia y confianza, base de toda relación humana en general, máxime de la economía; por último, una relación libre, desprendida con el dinero, sin imprudencias y sin avaricia. En definitiva, si el capital se convierte en un absoluto para el hombre, entonces se genera una distorsión que poco a poco va socavando la propia economía, porque debilita el buen uso de la libertad.

Por otra parte, no puede haber “felicidad económica” cuando hay algo que obstaculiza o coarta la libertad. Vivir presionado o coaccionado por lo material, por el deseo de acumular, de tener más y más, es mantenerse bajo un cierto totalitarismo económico. Absolutizar algo que es relativo, dice Benedicto XVI, es totalitarismo. Por eso, absolutizar la actividad económica, las leyes del mercado, la sociedad de bienestar como si fuera la única fuente de felicidad y la panacea de los problemas humanos, constituye una dictadura del dinero y del capital, o lo que en términos religiosos sería una idolatría. Un termómetro muy claro de cómo vamos en cuanto a idolatría se trata, lo tenemos en las siguientes preguntas: ¿En qué confiamos habitualmente y sobre qué premisas construimos nuestra identidad? ¿Sobre la base del dinero, del prestigio, de la opinión pública, del poder? ¿Confío únicamente en el seguro, las cuentas bancarias, las tarjetas de crédito, las acciones y las rentas? ¿No nos inclinamos acaso ante esas realidades como adorándolas, abandonando otras de mayor importancia como los afectos en la familia, las actividades sin fines de lucro, el cuidado de la gente, etc.? ¿Qué rostro tuviera nuestro mundo de hoy si no estuviera dominado por los ídolos del poder, el lucro y el bienestar? Conviene, aunque no seamos marxistas, hacernos estas preguntas, a fin de no caer en otros desaciertos.

Hablas en tu artículo “de los límites que podemos colocarle en nombre del bien común sin destruirle, por eso mismo, su fuero natural. Sobre todo si lo que se supone que estamos buscando es la justicia social”. Volvemos al punto ¿cuál es el fuero natural? Y podemos responder, luego de lo dicho, que es el intercambio humano de bienes y servicios. El punto crucial es el ser humano.  

Pero hay que tener cuidado con la lógica del límite, pues podemos caer en lo que en otro artículo llamé la “frustración del control” que es otro reduccionismo. Cuando Kant dijo que las personas podían ejercer el control de sus actos sin ningún tipo de presión o ley externa, de algún modo fundó el liberalismo: cada individuo decide libremente qué hacer y qué no hacer, cómo comportarse, qué comprar, y hasta dónde.

Es interesante la postura liberal, pero es incompleta. No basta tener la capacidad de control sobre sí mismo, si no se sabe para qué. Volvemos al tema de los fines y de los medios. Una vida llevada según una lista de imperativos autoimpuestos no satisface a la mayoría de los mortales, simplemente porque el control es un medio y no un fin. Es más, podría ser causa de frustración y soledad. No son los controles -ya sean internos o externos- sino las aspiraciones, los proyectos de vida, los buenos deseos, los amores, lo que hace realmente buena y sacrificada a una persona. El marxismo no ve a la persona humana como un ser capaz de amor y donación, sino como una especie de mecanismo de producción y concatenación de acciones instintivas. Pero hay mucho neoliberalismo que tampoco ve la plenitud del ser humano, y lo considera como un sujeto animalizado que hay que satisfacer a cada rato, exigirle poco, hacer que se entretenga comprando y gastando. Es parte de lo que denuncian Apuleyo, Montaner y Vargas Llosa en el “Nuevo idiota iberoamericano” cuando se plantean las fallas del capitalismo.

Otra norma ética que parece intrínseca a la economía es perseguir el bien común, pero sin confundir éste únicamente con el confort o bienestar. El bien común es un proyecto de sociedad exigente y trascendente, que incluye la base material pero la supera infinitamente. El bien común y la justicia social, que se exigen mutuamente, sólo son posibles si los ciudadanos son capaces de trabajo (materia que da para la segunda contestación pero que ahora dejo de lado) y, al mismo tiempo, de donación, de solidaridad. En las sociedades siempre habrá niños, enfermos, ancianos y personas necesitadas. Construir el bien común exige que los individuos productivos para la economía practiquen también la ofrenda, la finura de dar de lo bueno, la misericordia. No son términos eclesiásticos, son acciones que justamente se llevan a cabo en el ámbito social. Los préstamos y las finanzas no los inventó el capitalismo, sino los curas medievales para facilitar que los ricos tuvieran condiciones favorables para prestar a los pobres, dar y esperar un pago paulatino; y que los deudores pudieran pagar intereses fijos, garantizados por un juez del bien común. Las leyes son para facilitar el don de sí, no para limitarlo.  


En definitiva, el éxito del “metabolismo monetario moderno”, como le llamas acertadamente, es semejante al buen metabolismo de los alimentos: funciona bien si hay buenos hábitos. Para nadie es una sorpresa que la sana alimentación se basa en tener buenos hábitos alimenticios. Hablar de hábitos es hablar de ética porque incumbe al libre albedrío, no a los instintos. Los hábitos, sin duda, modifican la naturaleza de las cosas humanas, sobre todo las relaciones. Justamente están para eso, para perfeccionarnos.  

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