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Carisma y Jerarquía

A la gloriosa JRC 

Acabo de leer una entrevista de Hugo Prieto al artista plástico Nelson Garrido (Premio Nacional de Artes Plásticas, 1991). El título del artículo es “Aquí hay una gran memoria para olvidar”, sin embargo, no es de la memoria, precisamente, de lo que voy a tratar, sino de otro tema que aparece recurrentemente en la entrevista: la rebeldía, la subversión y la revolución. 

El artista plástico no duda en hacer una afirmación radicalmente cierta en los tiempos que vivimos: “Subversivo, revolucionario, todas esas palabras son como la bandera, la patria… cada vez más esas palabras se han ido devaluando a unos niveles extremos, en un momento donde no tienes una opción sino de ruptura”. Estas primeras consideraciones me llevan a pensar en la enorme responsabilidad que tenemos, como demócratas y como cristianos, de devolverle el sentido verdadero y existencial a esa postura de rebeldía y de inconformidad ante todo lo que no marcha bien o ante lo que podría marchar mucho mejor. Una rebeldía que no conduzca a la ruptura, sinónimo de muerte y descomposición, sino a una vida más plena, en lo personal y en lo social. 

Muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia se han sentido motivados por la imagen de Jesucristo revolucionario. Ciertamente, Jesús de Nazaret se enfrentó al poder, civil y religioso, hasta el punto de ser condenado a muerte con el peor castigo que podía recibir un transgresor máximo del orden y de las leyes. Sin embargo, cometeríamos un error si pensásemos que la rebelión de Jesús perseguía fines humanos o meramente temporales. A la pregunta sobre el reino que iba a constituir con su “liderazgo” y “movimiento político”, respondió claramente: “Mi reino no es de este mundo”. Con esta sentencia dejaba claro que el fin de su revolución no era llegar al poder sino enfrentarse a cualquier estructura, grupo o institución que no persiguiera el servicio y el bien de las personas como fin y sentido del poder. 

¿No es éste el fin de cualquier revolucionario? El artista Nelson Garrido lo dice en la entrevista que venimos comentando: “Es muy difícil que por todo lo que uno luchó se transforme en institución… en poder. ¿Entonces? ¿Qué es lo que a uno le queda? Pues la militancia, la disciplina de saber agitar”. En efecto, traicionaríamos el ideal revolucionario si, una vez llegados al poder, nos olvidásemos del servicio, y perdiésemos esa sana inconformidad frente a lo que no marcha bien. 

Ahora bien, el argumento ausente y necesario es el para qué: ¿para qué la militancia? ¿para qué la disciplina? ¿para qué agitar? A nuestro discurso le falta algo esencial. Algo que lo hace pasar del idealismo utópico a una propuesta realista y provechosa para la sociedad: el amor a la verdad. Más allá de las coyunturas políticas y de todas las opciones de poder que se presenten en el camino, lo que da sentido a nuestra rebeldía y actitud revolucionaria es la defensa de unos principios objetivos, universales y permanentes que sólo podemos considerar inmutables si no han sido creados ni decretados por hombre alguno. Y aquí a nuestro carácter revolucionario añadimos la contraparte esencial y necesaria: la obediencia a una doctrina que no nos pertenece; que nos ha sido dada no sin riesgo de que la tergiversemos con el mal uso de la libertad. 

Además, podemos asegurar que esa doctrina, de inspiración cristiana, tiene la ventaja de poder conjugar ambos elementos: obediencia y libertad, rebeldía y subordinación a la autoridad. Si el espíritu revolucionario nos llevara por caminos de relativismo ético y de progresivo alejamiento de la verdad, entonces habremos caído en el error, bastante frecuente, de ver la revolución como un fin y no como un medio. Es por esto que en una organización política socialcristiana tenemos que armonizar ambas realidades. La autoridad, la obediencia, la disciplina, la militancia, son tan necesarias como la intuición, la inconformidad y el espíritu subversivo propio de quien sabe captar el inicio de cualquier desviación. Pero tenemos que utilizar esa fuerza carismática no para la ruptura sino para mayor vitalidad que, al fin y al cabo no es otra cosa que mayor acercamiento a la verdad: “yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn 15:5). 

Grave es, por tanto, la responsabilidad de quienes ejercen la autoridad de nuestra institución. No se trata sólo de reunir condiciones de idoneidad política sino también de sintonía con la verdad moral. A quienes llevan las riendas de la democracia cristiana en estos tiempos de relativismo moral y de crisis de valores, se les pide máxima obediencia a nuestros valores y principios; máxima lealtad a nuestra doctrina, actualizada y explicada constantemente por el Magisterio eclesiástico; máxima disciplina que se ejerce mediante la virtud de la prudencia. No se trata de ir pregonando nuestra condición cristiana con el uso de términos propios de la jerga religiosa, sino de identificarnos personalmente con ellos y ponerlos en práctica mediante la luz de la prudencia. Prudencia que se opone al carácter irreflexivo y parcializado, que se deja llevar ante todo por la voluntad de poder. De antemano esas personas estarían incapacitadas para hacer valer la justicia, tarea esencial de un mandatario. 

Termino estas líneas con la satisfacción de haber cumplido un deber de conciencia: reflexionar sobre la estrecha relación de colaboración que debe existir entre carisma y jerarquía en nuestro partido.

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