Temeroso de no saber expresarse bien en italiano, una de las primeras palabras de Juan Pablo ll en el balcón de la basílica de San Pedro fue: “si me equivoco me corrigen”, y poco después lanzó esa máxima que quedó para la posteridad “no tengan miedo”. Dos ideas que resumen su pontificado, ejerciendo el mando de la Iglesia Católica, sin miedo y con apertura, corrigiendo lo que hubiese que corregir. Sobran testimonios que ilustran ambas cualidades del pontífice.
A Juan Pablo ll le preocupaba el relativismo moral: las personas que, progresiva y aceleradamente, se erigen en jueces y legisladores de su propio comportamiento y del comportamiento ajeno. Le preocupaba la falta de referentes morales, objetivos y universales, en las conciencias modernas, que conduce a la arbitrariedad, a todo tipo de abusos, a la imposición del más fuerte sobre el más débil.
A la muerte de Juan Pablo ll, el entonces Cardenal Ratzinger pronunció una homilía en la que hablaba de la dictadura del relativismo. Pero ¿cómo es posible que una postura que preconiza el respeto a las distintas conductas, modos de pensar, juicios morales, etc., se pueda convertir en la antítesis de lo que promueve? El relativismo parte de una sentencia irrefutable: “no existe la verdad”. Pero su sentencia de muerte queda decretada en su mismo enunciado pues, al negar la existencia de la verdad ya se está afirmando que al menos esa verdad existe.
El relativismo discurre de la siguiente manera: negación de la verdad, por lo tanto cada uno que defienda y exponga su propia verdad. Pero si tu verdad contradice la mía o es incompatible con el conjunto de verdades que yo defiendo, entonces vamos a los puños a ver quién gana. La razón queda relegada al ámbito de lo íntimo, de lo incomunicable. Si las verdades personales producen desencuentros, y los desencuentros son inevitables, entonces vamos a ver quién tiene más fuerza y más voluntad de defender su verdad. La voluntad, o voluntarismo, sustituye la racionalidad. La violencia sustituye el diálogo y el intercambio de puntos de vista. Se produce la incomunicación, la censura, la dictadura.
Certezas voluntaristas
En la vida de las personas el relativismo se manifiesta en la certeza de tener la razón. Mis ideas son verdaderas no porque tengan algún fundamento real, sino porque son mías. Las personas hablan no con la autoridad de quien defiende algo que tiene un fundamento externo a la propia razón, sino con el autoritarismo de quien vive auto-convenciéndose permanentemente de que no está equivocado. Equivocarse, tener que rectificar, aceptar la parte de verdad o de razón que tienen los que piensan distinto, supondría negar la propia filosofía de vida. Por eso, el relativista vive del miedo: miedo a equivocarse, miedo a que otra verdad se imponga, miedo a que los demás también tengan razón porque, en definitiva, ninguno ha llegado al mundo de las ideas y de las verdades inmutables. Apenas atisbamos, unos algunas cosas, otros otras cosas.
Con el devenir del tiempo, las complicaciones de la vida, el fracaso, el sufrimiento, el dolor, el relativista tiene dos alternativas: o rectificar y abrirse a la verdad con todo lo que ella implique de sacrificio y de renuncia, o mantenerse en el miedo a equivocarse. Si se empecina en su clausura, se convierte en un pequeño -o gran- tírano de su yo, que impone, decreta, ordena a otros lo que tienen que hacer, pero sin éxito porque nadie le hace caso. No hay nada más estéril que un ejército de mandones.
¿Cómo combatir al pequeño gran tirano?
La respuesta es sencilla: con apertura. Una persona abierta es la antítesis del relativista. Más allá de los propios juicios y justificaciones, hay una realidad inmensa con una riqueza insondable de verdades sobre Dios, sobre el mundo y sobre el hombre. Einstein descubrió que las leyes de la física eran tan infinitas como ciertas, verdaderas y objetivas. La verdad es tan inagotable como insaciable debería ser nuestra sed de descubrirla.
Comienza la clausura cuando decimos “basta”, “hasta aquí”, “no me interesan más argumentos ni puntos de vista complementarios”. El relativista se jubila, a veces demasiado joven, a veces demasiado soberbio, de su capacidad de conocer y comprender la realidad. Al hacerlo, agota el lenguaje, se vuelve obcecado, obtuso, repetitivo, terco, engreído. Todos tenemos gérmenes de relativismo en nuestra vida: es la atmósfera que respiramos, el eslogan que consumimos.
Una persona abierta no condena al que no juzga de la misma manera. Resulta paradójico que una frase tan aparentemente abierta como “cada uno que piense y actúe como quiera”, acabe convirtiéndose en “los buenos actúan y piensan exactamente como yo”. Es la consecuencia lógica de quien pretende someter a la verdad, antes que dejar someterse por ella.
El sometimiento a la verdad no clausura ni encadena; al contrario, empuja a la apertura, libera, produce encuentros enriquecedores, fortalece la razón. Permite que nos desplacemos por todos los grupos ideológicos, extrayendo de cada uno lo bueno, lo verdadero. Solo la verdad nos convoca y nos guía por el camino de la inclusión
¿Qué es la verdad?
En charlas con gentes muy diversas, de procedencias ideológicas incluso antagónicas, se constata la realidad de dos grupos: los moderados y los radicales. La moderación exige una cierta apertura aunque no se deje de creer en lo que se considera cierto y bueno. La moderación exige humildad, y Santa Teresa de Jesús dijo: la humildad es la verdad.
Es imposible saber a ciencia cierta si la mente y las propias ideas están adecuadas a la realidad del mundo, del hombre y de Dios y de las cosas que trascienden lo material; pero sí que podemos detectar cuando nos estamos alejando de ella. Si mis posiciones ideológicas me hacen soberbio, orgulloso, discriminador, engreído, autoritario, posiblemente ya no estoy en el camino de la verdad. Jesucristo dijo: “yo soy la verdad” y acto seguido se entregó a la muerte con la plena conciencia de que no hay verdad mayor que estar dispuesto a dar la vida por los demás, piensen como piensen. Ahí tenemos el modelo superior de amor y de verdad.
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