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El amor que se nos manda

Respuesta a Fernando Mires

En estos días de Navidad, el profesor Mires nos regaló una importante reflexión sobre el exigente precepto del amor al prójimo, mediante un ejercicio de deconstrucción filosófica interesante. Efectivamente, la cuestión se plantea en términos existenciales, definitorios de la conducta y de la moral: ¿Qué es y para qué ser buenos? ¿Cuál es el objeto último de la voluntad? ¿Para qué es la libertad?

En el precepto del amor se resume toda la novedad neotestamentaria. Después de sucesivas entregas y revelaciones de importantes mandamientos, como las tablas de la ley entregadas a Moisés en el Sinaí, Jesús trae la última y más definitiva de las leyes: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley” (Mateo 5, 17). Es decir, Él mismo asegura el carácter perenne y definitivo de la ley del amor, aunque pasen el cielo y la tierra, esto es, a pesar de guerras, catástrofes, destrucciones, rebeliones angelicales y demás calamidades, al final de todas las cosas, seremos juzgados bajo el precepto de la caridad.

Para entender el amor como ley ineludible, debemos pasearnos por varias definiciones que determinan nuestra concepción del amor alejada de toda norma, juicio y precepto obligatorio de la voluntad; para luego concluir en una aproximación a las exigencias del amor al prójimo como mandamiento último. ¿Se puede mandar el amor? ¿En qué consiste esa obligatoriedad del mandamiento nuevo? ¿Existen actos sucedáneos del amor tales como el respeto, la tolerancia, la solidaridad, etc.?

Amor sentimental

El amor concebido como un sentimiento es quizás uno de los rasgos más connotados de la modernidad secularizada. La crítica más severa que el filósofo existencialista Nietzsche hizo al cristianismo fue precisamente haber envenenado al eros griego de maldad degenerada en vicio pues, al convertir el amor en un mandamiento lleno de preceptos y prohibiciones, acabó mutando en amargo lo más hermoso y alegre de la vida. Como sabemos, el eros griego hace referencia al amor de atracción que nace, cuasi instintivamente, entre el hombre y la mujer. En sí mismo no es susceptible de valoraciones, ni juicios, pues en su origen no hay mediación racional. Digamos que el amor entendido como eros tiene sus propias dinámicas y su propia evolución. Es cambiante porque obedece a necesidades primarias, básicas, de subsistencia humana. La ley del amor no puede estar fundamentada en el eros, así como las leyes de la buena alimentación no pueden estar regidas por el hambre, el gusto o la desgana.

Benedicto XVI nos recuerda que la divinización del eros conduce a fatalidades, transgresiones de la dignidad y de los derechos humanos, dada la igualdad de naturaleza humana de todas las personas: “Recordemos el mundo precristiano. Los griegos —sin duda análogamente a otras culturas— consideraban el eros ante todo como un arrebato, una «locura divina» que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De este modo, todas las demás potencias entre cielo y tierra parecen de segunda importancia: «Omnia vincit amor», dice Virgilio en las Bucólicas —el amor todo lo vence—, y añade: «et nos cedamus amori», rindámonos también nosotros al amor. En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución «sagrada» que se daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la divinidad” (BXVI, Deus caritas est, 4).

Absolutizar el amor de eros como fin de la vida humana conlleva todo tipo de fatalidades. Parece no estar allí la plenitud del amor como precepto de la voluntad, entre otras cosas porque, frente al amor de eros, la inteligencia y la voluntad tienen poco o nada que ver. Por eso, por más que Nietzsche se opusiera a rabiar a las exigencias del amor como ley, tampoco pudo poner remedio a la fatalidad a que puede conducir el eros desmedido, mucho menos al dolor que éste produce.     

Amor romántico

Reconozco cierta predilección por el romanticismo como corriente de pensamiento porque fueron capaces de llevar sus planteamientos hasta sus últimas consecuencias. La concepción del amor como eros prevalece en el pensamiento romántico, pero trascendieron la relación erótica a dimensiones más abstractas y no menos apasionantes como el amor a la patria, a los ancestros, a los ideales, a los amigos. Existe un eros o atracción por todas esas realidades, que puede llevar a conductas heroicas como el martirio.

El romanticismo sugiere que el amor de eros puede superar la lógica cambiante de los sentimientos -atracción por el placer, repulsión por el dolor- y permanecer incólume frente al dolor. Por eso, el héroe del romanticismo no es el que vive enamorado sino el que muere por amor. El eros así elevado es capaz de generar verdaderos movimientos totalizantes, crear historias nacionales, templar la voluntad y conseguir bienes más elevados.

Sin embargo, el peligro está a la vista de todos, y es precisamente el voluntarismo al que conlleva tal concepción extrema del amor entendido como eros romántico. La voluntad no se manda a sí misma porque es una facultad ciega, operativa. En nombre del amor abstracto -a la humanidad, a la nación, al pueblo- se han cometido crímenes colectivos, argumenta el profesor Mires. La voluntad también debe someterse al imperio de la razón o capacidad de conocer la verdad.   

El amor que se nos manda

Hemos visto cómo el amor incipiente, instintivo (eros) necesita conducción para elevarse. Él no es en sí mismo, la ley, sino que debe estar sujeto a la ley. Al respecto, Benedicto XVI también nos ofrece una reflexión interesante: “El amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni «envenenarlo», sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza” (BXVI, Deus caritas est, 5)

Entonces nos preguntamos acerca del contenido de esa ley, y cómo se concreta. Rápidamente, podemos decir que se trata de una ley moral, es decir, de una ley dada a los seres libres. Esto supone que, frente a lo mandado, actuamos racionalmente de dos maneras: activamente mediante la firme determinación del entendimiento de obrar de manera constante y uniforme, según el mandato del amor al prójimo (no del odio, ni de la venganza); y pasivamente porque podemos someter cualquier otro impulso o inclinación -ya sea del gusto, del placer, del instinto, de la voluntad- a las exigencias del amor al prójimo, como fin en sí mismo y no como medio para fines egoístas (imperativo categórico diría Kant, luz de la razón diría Santo Tomás, esto es, una clara conciencia acerca de lo que es el hombre, la mujer, el amor y uno mismo).

El amor como mandamiento exige la entrega del propio yo, mediante un ejercicio constante de donación a Dios y al prójimo, con el concurso de la inteligencia y de la voluntad. Este ejercicio del amor-donación es lo único que Dios puede mandar porque, al fin y al cabo, nuestra existencia no nos pertenece. Lo único que tenemos para dar es la vida. Dios no puede exigir a sus criaturas perfección, ni infalibilidad, ni intachabilidad, pues sabe que somos perfectibles, falibles y erráticos. Sólo nos puede exigir entrega. En charlas con jóvenes sobre la vocación política suelo decirles que lo único que se le puede pedir a un joven es sacrificio, entrega de la vida por la nación. No se les puede pedir experiencia, porque no la tienen; ni sabiduría porque no la han adquirido. Se les puede y se les debe pedir la vida, no en el sentido romántico de la expresión, sino anteponer a cualquier interés o proyecto personal por el más noble interés nacional que es servir al bien común. Si no están dispuestos a eso, mejor no meterse en política.

A esta exigencia del amor como donación, los primeros cristianos llamaron “ágape”. Esta donación del amor implica desprendimiento, generosidad. El testimonio más hermoso de cómo se vive bajo el imperio del amor, lo encontramos en la antigua carta a Diogneto sobre los primeros cristianos. Aunque es un poco larga, vale la pena conocerla:   

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres. Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.
    Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida.Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad.
    Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo.


Alma del cuerpo. Ciertamente, el amor obliga a mantener relaciones de respeto, de tolerancia, de solidaridad, pero también puede en determinados momentos exigir más entrega para que, mediante múltiples iniciativas que se puedan activamente promover y emprender, el espíritu de fraternidad no muera; para que la comunidad humana en sus múltiples formas de organización local, sectorial, política y social, viva y reviva si es necesario, por el amor. Porque el alma aliento vital que mantiene unido y hace que el cuerpo no se descomponga. El cuerpo social, el de la familia, el del trabajo, el de toda la comunidad. A eso nos obliga el mandamiento del amor al prójimo.

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