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Nombre, sexo, estado civil: la identidad del amor humano.

La estructura de la libertad humana y su fuerte orientación hacia las relaciones amorosas como último peldaño de la realización personal (felicidad), nos lleva a considerar algunos temas relacionados con la antropología social. Comencemos por profundizar un poco en la configuración sexuada de la persona y su relación con la primera estructura social del individuo que es la familia.


Comenzaremos analizando las consecuencias que se derivan de que el amor humano sea una realidad de carácter eminentemente personal –e interpersonal– que implica a personas específicas, con nombre y apellido. Luego veremos lo que aporta la dimensión sexuada hombre-mujer a las relaciones de amor, saliendo al paso de algunos reduccionismo que se presentan hoy en día. Por último, analizaremos por qué el amor que se da en la familia involucra al resto de la comunidad humana, como realidad vinculante que compromete al hombre frente a la sociedad y promueve el bien común.


Nombre: el amor en su dimensión personal

 El amor supone siempre el encuentro de dos personas: un yo y un tú son los que se pueden amar y donarse mutuamente. El amor nunca es algo anónimo, genérico, abstracto ni general. No se puede amar a la humanidad sin que esto implique el esfuerzo de amar a cada persona en singular. El nombre del amado se convierte en un apelativo muy especial para el amante. La alegría más grande que experimenta una persona que ama es sentir que el amado pronuncia su nombre: “el motivo de mi nombre –puede decir un amante a su amado– es que tú me nombres, que me llames, que hables de mí”.

También significamos el amor por nuestro cuerpo, más concretamente por el rostro, la mirada, y las manos. Hay una extraña relación entre el rostro y las manos. Leonardo Polo dice que las manos son prolongación del rostro[1], pues con ellas nos comunicamos, damos, acercamos, servimos, acariciamos. Las manos son el órgano fundamental del tacto. Es muy importante descubrir la repercusión del rostro y de las manos en las relaciones interpersonales y en los actos de entrega o donación personal: en el noviazgo, en la amistad, en el trato con los enfermos, en las relaciones familiares. Aprender a mirarse y tratarse con delicadeza es parte del crecimiento en el amor y en la experiencia de amar. El intercambio de miradas es un medio de comunicación y donación formidable, muchas veces decisivo y sumamente eficaz. Hoy en día estamos perdiendo la capacidad de mirarnos con detenimiento y sin vergüenza a los ojos. Sostener la mirada es síntoma de sinceridad, de simpatía, y también de fortaleza comprensiva. La mirada no es sustituible por un aparato tecnológico, es inextensible. Se puede alargar el influjo de la voz, del oído, quizá del olfato –se puede reproducir un olor– en cambio una mirada no. Detrás de una mirada siempre hay una persona. La ilusión óptica de la Mona Lisa y de todo aquello que parece que nos mira tiene un poder de persuasión tremendo, nos interpela directamente. ¡Imaginemos cuánto afecto podemos expresar si miramos más intensamente a los demás, especialmente a las personas que queremos.                                


Sexo: dimensión sexual de la persona y del amor


La identidad del amor responde también a la realidad de la complementariedad de los sexos. No obstante, esta dimensión sexuada del amor es personal, no anónima. Además, cabe decir que la condición sexuada da al amor interpersonal una plenitud mayor, ya que en ella se da una relación de complementariedad que contribuye a la perfección de la persona humana, esto es, hace a cada uno más hombre o más mujer, en cuanto a la capacidad de desarrollar una personalidad madura como padre y madre de familia.

Edmund Freud es bien conocido por el desarrollo de la terapia del psicoanálisis, cuyos beneficios en el trato y atención de personas con problemas psicológicos aún está vigente y ha servido de inspiración a otras corrientes, escuelas y terapias psicológicas. A su vez, sabemos que sus ideas y propuestas teóricas en la libido han sido tomadas como fundamento de una ideología de carácter determinista, en cuanto a la capacidad que tiene la estructura sexuada del individuo de actuar inconscientemente sobre los rasgos de la personalidad, de causar malformaciones psicológicas o traumas desde la infancia, todo ello relacionado con la conducta sexual, basada en un impulso que escapa de la regulación de la voluntad.

¿Cómo se han manejado y difundido las ideas de Freud en la cultura actual? Las ideas de Freud fueron difundidas a través de la literatura, la publicidad, la pintura y los slogans de estilos de vida, en lo que se refiere a la conducta sexual de los individuos. Paul Johnson en su conocida obra de historia contemporánea Tiempos Modernos, ilustra cómo las ideas freudianas llegaron a penetrar las esferas artísticas e intelectuales después de la Primera Guerra Mundial: “[Freud] percibió prontamente la importancia atribuida al mito por la nueva generación de antropólogos sociales (…). El sentido de los sueños, la función del mito; Freud agregó a este poderoso brebaje una porción ubicua de sexo, el cual a su juicio estaba en la raíz de casi todas las formas de conducta humana (…). Además de sus dotes literarias, poseía algunas cualidades de un periodista sensacionalista. Era aficionado a acuñar neologismos (…): ‘lo inconsciente’, ‘la sexualidad infantil’, ‘el complejo de Edipo’, ‘el complejo de inferioridad’, ‘complejo de culpa’, ‘el ego y el superego’, ‘la sublimación’, ‘la psicología profunda’. Algunas de sus ideas más destacadas, por ejemplo, la interpretación sexual de los sueños o lo que llegó a denominarse el ‘error freudiano’, eran atractivas en las conversaciones de salón de la nueva intelectualidad. Freud conocía el valor de los tópicos”[4].
     
Más que un descubrimiento o un giro en la psicología, lo típico del freudismo popularizado fue el afán por revestir de lenguaje culto y científico una tendencia que podemos experimentar todos en lo que se refiere a la concepción de los propios impulsos sexuales, pero que no obstante es superable: el creer que estamos determinados por ellos. Por tanto, la razón no los podría ordenar según un proyecto de vida concreto independiente del impulso natural. A esto le llamamos una teoría psicológica determinista.

Una consecuencia de este determinismo freudiano es que la atracción sexual queda desvinculada de la imprescindible experiencia de maduración del carácter a través del amor esponsal. Un aspecto muy importante en la madurez del carácter se demuestra cuando la mujer y el varón comienzan a manifestar actitudes maternales y paternales no sólo hacia los propios hijos sino también hacia todas las personas. Esta cualidad no es independiente del manejo de la sexualidad de los conyuges. Independientemente de la posibilidad física de engendrar vidas humanas, la apertura a acoger en su intimidad la vida humana es síntoma de madurez personal en el proyecto de vida de cada uno: “lo naturalmente dado al varón y a la mujer para construir bien su unión es la orientación de las estructuras sexuales hacia un amor pleno (‘te quiero con el más alto nivel del amor’), exclusivo (‘te quiero de forma insustituible’) y fecundo (‘mi amor por ti se expande hasta nuestros hijos’). Y estas son, precisamente, las características (bienes) que definen la familia fundada sobre el matrimonio”[5].

Si desvinculamos la sexualidad de su papel en el desarrollo de una personalidad familiar, que incluye la dimensión paterna y materna del hombre y de la mujer, las personas se verán disminuidas e insatisfechas, un poco encerradas en sí mismas. El carácter sexuado ayuda a crecer en responsabilidad, en apertura por el ejercicio de la paternidad y la maternidad responsable, en castidad, en generosidad, templanza, entre muchas otras virtudes.

En segundo lugar, el hecho de que la personalidad sexuada quedara reducida a impulsos sexuales inconscientes y no libres, hace que gran parte de la psicología freudiana esté orientada al diagnóstico de patologías o trastornos de la personalidad relacionados con el sexo. Esto tiene consecuencias dañinas para la conciencia del hombre moderno, pues hace que toda la sensibilidad, propia de cualquier amor y de toda amistad, sea vista únicamente bajo la óptica de impulsos sexuales o de malformaciones o traumas psicológicos.

Por su parte, muy unido al determinismo freudiano, la ideología de género, tan difundida en nuestros días, separa el desarrollo y el comportamiento social del ser humano, de su condición sexuada, a tal punto que se considera que el género –masculino o femenino– resulta de una construcción social que cada individuo escoge y ejercita independientemente de su sexualidad. Detrás de la ideología de género, además de la visión determinista de los impulso sexuales, puede ocultarse igualmente el afán individualista de la autosuficiencia, el querer bastarse a sí mismo sin necesitar de la complementariedad para poder realizar los propios fines.

Además, en esta minimalización del sexo a simple cuestión de género o rol social, el cuerpo humano ocupa un lugar insustancial en las relaciones de amor. Ocurre  que la dimensión corpórea del hombre y de la mujer se despersonaliza, y por ello toda la afectividad se mueve en intercambios anónimos de sensaciones. Las relaciones interpersonales quedan reducidas a experiencias más o menos físicas pero desconocidas, ajenas a la amistad.


Estado civil

En el lenguaje jurídico suele hacerse la distinción entre persona natural y jurídica. Esto es así para designar que son sujeto de derechos y deberes no sólo las personas singulares sino también las asociaciones o agrupaciones de personas. De aquí podemos fácilmente concluir que la primera persona moral de una sociedad es la familia. Para que exista una sociedad no basta con que haya individuos singulares que ejerzan diversos roles, es necesario que haya realidades institucionales personalizadas, núcleos donde las personas se relacionen más estrechamente y compartan su intimidad. Mediante el matrimonio, el hombre y la mujer deciden, libremente, vincularse en la creación de una nueva persona moral que, no obstante, es natural a cada persona, y no un mero convencionalismo social.

Las similitudes entre la noción de persona (como ser en relación) y de familia se me hacen tan estrechas que, por analogía, creo que se podrían aplicar las mismas características de la dignidad humana a la familia, como una realidad en sí misma, única e irrepetible, inviolable, indivisible, fin en sí misma, indestructible, sujeto de derechos y deberes. Además de esto, la dignidad de la familia, al igual que la dignidad personal, se fundamenta en la relación del hombre con el amor de Dios creador, y se actualiza por medio de las relaciones interpersonales, de amistad, y, en el caso de la familia, por el amor de los esposos.

El estado civil de una persona puede implicar, al menos implícitamente y si lo miramos con profundidad, el compromiso social que adquiere el amor matrimonial por ser una realidad de carácter vinculante, que establece lazos entre las personas promoviendo, de este modo, el bien de toda sociedad. Ciertamente, el amor entraña un dinamismo de apertura que se extiende a los demás hombres; ninguna relación de amor –ya sea de amistad o esponsal– puede ser excluyente o cerrada en sí misma, sino que debe estar abierta a los demás y, en este sentido, se hace promotora del bien común. Esto es así porque “el valor de persona es algo relacional, que incluye de algún modo a todos los hombres, y por eso todo amor (…) que sea excluyente de los demás es en realidad un amor equívoco que esconde un egoísmo de dos, de tres, del pequeño grupo”[6]. Por eso, la familia también debe caracterizarse por ser una realidad abierta, aunque con una intimidad propia. Profundicemos en qué consiste esta intimidad de la familia.
  


[1] Cfr. Polo, Leonardo, Quién es el hombre, Edic. Rialp, Madrid 1991, pp. 63-72.
[2] Cfr, Aquino, Santo Tomás, Summa Teologica, t. I q. 93 a. 7.
[3] Cfr, Chalmeta, Gabriel, Ética Especial: el orden ideal de la vida buena, Eunsa, Pamplona 1996, p.100 (nota a pié de página, número 5).
[4] Johnson, Paul, Tiempos Modernos, Javier Vergara Editor, Buenos Aires 1988, p.19.
[5] Chalmeta, Gabriel, Estica especial: el orden ideal de la vida buena, Eunsa, Pamplona 1996, p.115.
[6] Ibíd., p.110.

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