El pueblo se llama Trevi nel Lazio |
Castillo medieval de Trevi |
Volví a contemplar el paisaje. Sentada en un banco, la brisa y el sol me arrullaron, tanto que comencé a dormitar.
El castillo y sus alrededores |
En eso, una vieja señora de la zona se sentó a mi lado –venía muy cansada y acalorada– y me dijo más o menos lo siguiente: “¡Qué calor!” – Jadeaba sin parar – “Vengo de visitar a la señora de allá abajo que se está muriendo… ¡Pobre! Si la vieras cómo está. Con lo fuerte que era y ahora está consumida”.
Luego, tras un breve silencio, se repuso y me dijo: “No somos nada”.
La viejecita era más o menos así |
“No somos nada”. Esta frase me hirió, en el fondo porque me parecía cierta. Frente a todo ese paisaje imponente es fácil darse cuenta de la pequeñez y fragilidad humana. Y, además de esto, una viejecita cansada se postró a mi lado para contarme sus cosas, sin conocerme si quiera, ni preguntar mi nombre, ni esperar un consuelo… Llegué a sentirme como el espejo de un baño.
La situación me hizo levantarme y volver a lo que había ido: a las conferencias de bioética. Al llegar, el conferenciante de turno hablaba sobre la inviolabilidad de la vida humana, la dignidad de la persona, la importancia del afecto, de la familia, de la educación...
Había transcurrido la mañana y aún no se agotaban las palabras que hacían referencia a estos principios fundamentales de la bioética… Pero me seguía doliendo aquella frase de la viejita porque representaba, para mí, la vida misma: ¡No somos nada!
Llegada a casa, en la noche, comencé a sentirme como Mafalda: ¿Qué será lo que he aprendido hoy? ¿El valor de la vida humana o su insignificancia? Inmediatamente pensé: ¡Las dos cosas! ¡Qué buena lección de bioética! Y me quedé tranquila.
¿Por qué?
Porque, para ser un auténtico defensor de la vida, desde el momento de la concepción hasta su natural expiración, hace falta, por una parte, reconocer que la dignidad de la vida humana está por encima de todas las cosas –naturales y artificiales–, pero, por otra parte, es necesario no idealizar demasiado las cosas, pretendiendo que la vida –nuestra o la de otras personas– nos lleve a un estado de perfección y felicidad perfecta.
Somo criaturas |
Pensemos en la eutanasia, en la fecundación in Vitro, en el aborto, en el ensañamiento terapéutico. Quienes incurren en estos actos casi siempre lo hacen o por desprecio a la vida o por sobrestimación. Hay matrimonios que piensan que no serán felices si no tienen hijos, por lo tanto, consideran que tener hijos es un derecho. La sobrestimación de la vida de un ser humano puede llevar a su instrumentalización por fines egoístas. Una persona no debe venir al mundo ni marcharse del mundo en función de mi felicidad.
¿Quién defiende los derechos de un embrión? |
Por eso, la vida humana ni es desecho ni es derecho…
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