I. Los grados del saber
II. Esbozo histórico de la filosofía
III. Prioridad de la teoría.
IV. Las ramas de la filosofía. Definiciones
“Quien afirma que no se debe filosofar… hace filosofía, porque es propio del filósofo discutir qué se debe y qué no se debe hacer en la vida” (Aristóteles)
I. Los grados del saber
La naturaleza instrumental de la cultura
Discurrimos sobre la cultura, luego pensamos en términos superiores. La cultura no es el grado supremo del saber. El saber tiene grados. Por eso decimos que el pensamiento juzga de todo. La cultura no agota el pensamiento. El poder de pensar no se agota en ninguno de sus resultados, justamente por eso progresan. Hay más (poder de) pensar que saber, y el saber es también más amplio que la cultura. ¿Qué es pues “cultura”? ¿Cómo la delimitamos? Ya hemos dicho que configura el “mundo humano”, que consiste en el orden de los medios, esto es, los bienes externos producidos por la inteligencia, y que su sentido es servir a la vida humana.
Ese orden de los medios tiene su origen en la inteligencia y su sentido es el ser personal. Dicho al revés: si se volviera contra la persona y su dignidad, no sería orden sino desorden, ni cultura, sino barbarie. La cultura carece de valor absoluto; el suyo es un valor muy alto, pero supeditado a la inteligencia y la dignidad del ser personal.
En la obra filosófica de Hegel, y a lo largo del siglo XX, la cultura se identifica con el espíritu. Allí la filosofía, la religión y la ética aparecen como “productos culturales”, o “espíritu objetivo”. Esa identificación del espíritu y la cultura es errónea. Se debe advertir que el espíritu no se “objetiva” nunca, lo objetivado es siempre “menos” y tiene razón de medio. Sólo así cabe un relativismo cultural, es decir, el orden de los medios tiene su sentido en el ser personal (el “espíritu”). Si se comprendiera la naturaleza de la cultura, como aquí la describimos y definimos, los problemas inherentes a la relación entre la técnica y la vida humana (bioética, justicia y orden mundial, etc.) quedarían bien planteados y serían susceptibles de soluciones humanas. La Escuela de Salamanca, en los siglos XVI y XVII, ya emprendió la orientación correcta, en las cuestiones del derecho internacional y la sociedad de naciones, así como en la cuestión particular de la llamada “guerra justa”.
Una descripción somera del orden de los medios advierte que éste abraza tres categorías u órdenes, a saber: el lenguaje, las instituciones y la técnica. También se pueden describir como tipos de ciencias: ciencias del lenguaje, ciencias sociales y ciencias de la naturaleza. Objetivadas en cuerpos de saber que yacen en libros y otros instrumentos, estas partes de la cultura son grandes bienes. Son bienes públicos, a los que todos pueden (o deben poder) acceder; de modo que los bienes de la cultura obedecen a la capacidad y aptitud humana de tener. El hombre, dice Aristóteles, es el viviente quetiene logos. Traslademos ahora nuestra atención desde los bienes u objetos al tener mismo. También en el tener se aprecian grados: los bienes técnicos o artefactos los tenemos según el cuerpo. La ciencia la tenemos según el espíritu. Los hábitos buenos –las virtudes– las tenemos de forma más honda, son nuestra naturaleza adquirida.
En suma, la cultura o sistema de los medios incluye el lenguaje y sus usos, la técnica y las ciencias. Las ciencias sociales procuran ordenar: la convivencia, el trabajo, la economía, el derecho, la política, etc. Además, ciencia y técnica permiten la obtención de nuevos bienes mediante el trabajo. En la obtención técnica es donde más claramente aparecen “novedades”, la innovación. Esto dio lugar, en el pensamiento moderno, a una atención preferente hacia la noción de progreso.
¿En qué consiste el progreso? No cabe limitarlo a la vertiente técnica e innovadora; se debe pensar también en su apropiación. Como una moneda tiene dos caras, el progreso presenta dos vertientes: la innovación (o “invento”) y la apropiación (humana, social). No obstante, en ambas vertientes progreso es convertir fines en medios. Para ello el trabajo y la técnica se valen de medios, es decir de fines ya logrados. Por eso cabe describir el trabajo como capacidad de construir medios valiéndose de medios artificiales también. El trabajo se vale de medios para obtener fines que, en seguida, pasan a ser medios para nuevos trabajos. Pongamos un ejemplo: la invención de la imprenta permitió que los libros, que hasta la modernidad eran fines, pasaran a ser medios para la instrucción. En el mundo antiguo y medieval, el libro era un bien escaso y muy caro: tenía carácter de fin; por ellos algunas personas se desplazaban a lomos de cabalgaduras, de monasterio a monasterio, o de ciudad a ciudad: el lector iba hasta el libro. La imprenta ha cambiado el mundo humano. En la modernidad, el libro y el periódico van hasta el lector, son medios, no fines. La creación de libros y publicaciones incrementa el mercado, los oficios y el trabajo, incide en la producción de riqueza; pero la apropiación no consiste en haber comprado el libro (tenerlo “según el cuerpo”), sino en leerlo. El progreso consiste en que la gente pueda leer y lea, la aparición de una sociedad alfabetizada. Algo parecido sucede con la alimentación; si el alimento suficiente está asegurado, comer es un medio, los fines son la vida laboral, social, espiritual, etc. Pero si una ciudad se ve en estado de guerra, comer lo justo deja de ser un medio y vuelve a ser un fin, tal vez primordial; tiene lugar un retroceso. El progreso convierte fines en medios, posibilitando fines nuevos; el retroceso, al revés, hace fines de los medios.
La apropiación del alimento adecuado se manifiesta en la salud, la talla o el alargamiento de la esperanza de vida; la apropiación del libro en la ilustración y la alfabetización, en la mejora del conocimiento y de las ciencias. La apropiación, en cambio, de leyes injustas, como las permisivas del homicidio (aborto, eutanasia, etc.), sólo es posible por un encogimiento de la racionalidad y de su presencia en la opinión pública.
Los instrumentos derivan del saber y el trabajo, y los poseemos según nuestra corporalidad; así, lo que se adapta a la mano es manejable, etc. Concluyamos: la técnica es fruto de la visión del orden (ciencia) y del consiguiente saber crear o producir orden (artefactos). El saber de los medios y los útiles, y el saber técnico, son algo humano: ver el orden presupone el pensar, y la capacidad de entender.
La razón y el orden
Preguntémonos ahora qué diferencia hay entre sentir y pensar. Podrían parecer lo mismo, pero no son iguales. SantoTomás de Aquino (1225-1274), siguiendo a Aristóteles en su realismo, distingue entre la sensación y el pensamiento mediante la idea del orden. Conocer es tan propio de los sentidos como de la inteligencia, pero conocer orden es prerrogativa de la mente, no de la sensibilidad. Ver orden significa relacionar; y ser capaz de conocer relaciones es ser capaz de ver lo igual y lo distinto, lo más y lo menos, lo superior y lo inferior, la causa y el efecto; significa también conocer el fin, los medios y el modo como se ordenan al fin. Relacionar es pensar, porque significa poder instrumentar (ordenar algo a un fin); o también, compararlos entre sí como subordinado y superior.
Tan importante es esta capacidad de percibir el orden que podemos deducir una clasificación de los saberes a partir de ella. Añadamos que a diferentes actos de la razón corresponden diferentes hábitos (disposiciones activas) que la perfeccionan: la ciencia natural, la lógica, la ética y la técnica. Aristóteles condensó una multitud de reflexiones sobre la naturaleza del saber en una frase: Es propio del sabio ordenar. Tomás de Aquino, pensador profundo y seguramente el mejor intérprete de Aristóteles, la ha comentado de la siguiente manera:
“Es propio del sabio ordenar. Y es así porque la sabiduría es la perfección mayor de la razón, lo propio de la cual es conocer el orden. Porque, aunque las potencias sensitivas conozcan algunas cosas en absoluto, conocer el orden de una cosa a otra es exclusivo del entendimiento o de la razón (…) Ahora, el orden es objeto de la razón de cuatro maneras. Existe un orden que la razón no construye sino que se limita a considerar y este es el orden de las cosas naturales. Hay otro orden que la razón introduce, cuando lo considera, en sus propios actos, como cuando ordena sus conceptos entre sí y los signos de los conceptos que son las voces significativas. Hay un tercer orden que la razón introduce, al considerarlo, en las operaciones de la voluntad. El cuarto, por fin, es el orden que la razón introduce, al considerarlo, en las cosas externas de las que ella misma es causa, como el mueble o la casa” (Tomás de Aquino, Comentario a la Ética a Nicómaco, Prólogo).
Las virtudes intelectuales: técnica, ciencia y sabiduría
Las virtudes son cualidades adquiridas. No nacemos con ellas, sino que resultan de los actos (de la repetición y rectificación) y perfeccionan una facultad. Las virtudes potencian la capacidad de obrar de la facultad: nos hacen aptos para obrar con prontitud, facilidad, perfección y gozo.
El nombre latino virtus, deriva de vis (fuerza); virtudes son virtualidades, poderes. Son también “cualidades” adquiridas, es decir, no son magnitudes y tampoco son innatas. Es nativa la disposición para ellas; así una piedra, por más veces que se lance al aire, no adquiere levedad, ni vuela. Aristóteles afirma que la virtud no es natural, porque no es nativa; pero tampoco es contra-natural.
Acabamos de aludir a la diferencia entre cantidad y cualidad. La forma en que se relacionan la cantidad y la acción conlleva desgaste y pérdida. Si tengo un depósito lleno de gasolina, o un fajo de billetes en la cartera, puedo hacer muchos quilómetros y muchas compras; pero a más quilómetros, menos gasolina; a más compras menos dinero. En cambio, si sé algo sobre un instrumento musical o sobre una teoría matemática, cuanto más toque mejor lo sé, cuantos más problemas resuelva, mejor comprenderé esa teoría y la ciencia matemática. Las cantidades se gastan; las cualidades operativas, crecen con el ejercicio. Pues bien, al ser cualidades, las virtudes resultan de la acción y posibilitan más acción, revierten sobre la facultad, potenciándola para obrar. Se dividen en intelectuales y morales. Nos interesan aquí las virtudes intelectuales. Las morales son objeto de estudio de la ética.
Todo nuestro conocimiento es adquirido; y el hábito es un enriquecimiento que facilita conocer más y mejor. Aristóteles distingue los siguientes hábitos intelectuales: inteligencia de los primeros principios, ciencia, sabiduría, prudencia y arte (o técnica). Su teoría de los hábitos contiene una concepción del hombre: el ser del hombre crece en la línea de su acción vital y su capacidad de tener. El animal envejece en absoluto, por desgaste corporal; el hombre no envejece igual: mientras el cuerpo se desgasta y viene a menos, el espíritu sigue creciendo. Esta observación acentúa la distancia entre el orden de los medios y el ser personal. El orden de los medios prolonga el cuerpo humano; luego el progreso se supedita al crecimiento del espíritu. Intentar lo contrario, es decir, supeditar el espíritu al progreso de los medios técnicos (economicismo y utilitarismo plantean los agudos problemas de la bioética) es animalizar al hombre. Consideraremos, a la luz de esta filosofía del hombre, la relación entre la cultura, las ciencias puras y la sabiduría humana o filosofía.
La técnica –de discurrir, de fabricar, etc.– aplica un saber. Toda técnica (en lat. ars; en gr. tékhne) introduce un orden, después de haberlo considerado y entendido, dice Tomás de Aquino. Por ello, el orden, tanto en los actos como en los instrumentos, proviene del saber. Para hacer algo bien, se precisa saber.
a) Los saberes que guían el obrar son prácticos. Se los llama hábitos de la razón práctica, esto es, del entendimiento que guía la acción. Los clásicos los agruparon en torno a dos virtudes intelectuales: técnica(o arte) y prudencia.
b) Los saberes que sólo buscan saber perfeccionan al entendimiento, no son productivos, sino contemplativos del orden. Se fundan en el orden que no hemos creado, pero es comprensible y causa admiración, y deseo de saber. La característica de la teoría es su desinterés: no pretende modificar, sino saber. La teoría origina hábitos de la razón especulativa. Los clásicos les dieron el nombre de inteligencia de los principios, cienciay sabiduría.
La función sapiencial: establecer prioridades
La cultura, como orden de los medios, incluye técnica y prudencia. De la sabiduría, en cambio, se debe decir que no es cultura, pues no produce objetos. Tiene una función superior. La función de la sabiduría en la vida humana es pensar los principios y pensar en virtud de principios. Eso conlleva priorizar. Pensar la cultura con referencia a los principios es lo único que asegura la prioridad de la persona sobre las cosas, de la ética sobre la técnica y del espíritu sobre la materia. La cultura, por tanto, no contiene a la religión, a la moral, ni a la filosofía. Sería erróneo afirmar que los valores éticos o filosóficos (el bien moral, la dignidad personal, la libertad, Dios, etc.) son cambiantes según las culturas, o relativos a cada una de ellas. No son culturalmente relativos, porque no son productos culturales, ni parte de cultura alguna; son más bien “medida” de todas ellas, son verdaderamente transculturales.
La existencia de conocimiento transcultural, o sapiencial, posibilita la comunicación humana, por encima de los límites espcio-temporales de las culturas. Es evidente que podemos leer la Biblia y a Homero y entenderlos, es indiscutible que apreciamos la belleza en el arte de culturas ajenas y remotas, las diferencias culturales no aíslan. Lo humano aparece constante y transcultural, sólo por eso es razonable abrirse a las diferencias y aceptarlas; si así no fuera, la diferencia debería ser suprimida, para salvar a lo humano de lo infrahumano. El relativismo sociológico y cultural comete el error de reducir la religión, la moralidad y la filosofía a productos culturales; eso encierra a cada cultura sobre sí misma, de ahí que el discurso sobre la aceptación de las diferencias aparezca –en ese contexto– como un imperativo ajeno a la razón, un impulso emocional o una moda.
Insistamos en el hecho de que, sin la existencia de criterios sapienciales y transculturales, no sería posible leer literatura, ni tendría sentido la idea de los clásicos artísticos, tampoco sería posible la historia, ni derecho “de gentes”, ni internacional, ni comparado, no cabría idea alguna de crítica cultural, en especial no cabría criterio alguno para distinguir el progreso de la barbarie. Pero es evidente la existencia de tales criterios sapienciales, si podemos comprender otras culturas, y cuando leemos a los clásicos; y cuando valoramos y enjuiciamos grandes hechos históricos, como guerras, genocidios, o cuando consideramos la abolición de la esclavitud como un progreso, y los Derechos humanos como un criterio para la historia pasada y futura.
II. Esbozo histórico de la filosofía
Actitudes humanas y filosofía
Se puede distinguir entre sentir y entender; además, cabe distinguir entre teoría y praxis, o razón especulativa y razón práctica. Una clasificación sencilla de las facultades humanas permite distinguir tres planos, que en el hombre se dan aunados: el sentimiento, la voluntad y el intelecto. Es una distinción simple, pero no una burda simplificación. Según se dé prioridad al sentimiento, a la voluntad o al entendimiento, resultarán concepciones distintas del hombre y de la realidad entera. Eso nos puede ayudar a entender por qué hay en la historia concepciones filosóficas diversas. Nos interesa comprender esa diversidad, para comprender, con su auxilio y con el de la misma historia, por qué todas ellas son, sin embargo, filosóficas. Lo que la filosofía es se manifiesta también en su diversidad y en su historia.
Tomando como base ese hecho, resumiremos en tres las “concepciones del mundo” o maneras de entender la sabiduría, correspondientes a tres actitudes distintas de la razón humana:
1) Actitud teorética. Para ella el filosofar nace de la admiración y se ordena al conocimiento de la verdad, al ser de las cosas. Concibe la filosofía como metafísica y, solidariamente, como teoría del conocimiento y antropología.
2) Actitud práctica. Se interesa por la acción y el bien moral. Es la de quienes filosofan a partir de la experiencia de la injusticia. Conciben la filosofía como denuncia ética y regeneración política. No se interesa por la teoría en sí misma, suele propugnar una utopía como término del progreso moral.
3) Actitud positivista. Se interesa por la producción de bienes de consumo e instrumentos. Considera superada la filosofía teorética; sólo reconoce valor a la utilidad. Para ella la ciencia es medio de dominio: saber es poder. Se trata de la actitud antimetafísica, que valora el progreso técnico y espera de éste todas las soluciones.
La Antigüedad clásica
Narra una antigua tradición que el primero que se llamó filósofo fue Pitágoras (530, a. C.), sabio matemático y orador que, al ser preguntado por su oficio y arte, respondió que era amante de la sabiduría (sophía). Como no se le entendía, comparó la vida con los Juegos Olímpicos: la mayoría iban para hacer tratos y negocios, otros para competir y lograr fama, por fin, una minoría iba allá sólo por el gozo de ver. El filósofo es del tercer tipo: busca saber, no por utilidad, sino por el gozo de saber.
Pitágoras vivió en Sicilia, o en el sur de Italia, en torno a mediados del s. VI antes de Cristo; siglo y medio más tarde, vivió en Atenas Platón (427-347, a. C.) quien, al observar cómo los hombres tienen ideales diversos sobre la felicidad, intentó reducirlos a unos pocos “tipos”. Como Pitágoras, describe tres formas de vida: 1ª) según el placer, cuando los hombres se procuran sobre todo bienes materiales (útiles, dinero, seguridad, bienestar, etc.); 2ª) según la fama, los hombres se mueven por el prestigio, y por los honores sacrifican los bienes materiales, como los atletas y soldados; 3ª)según la razón, buscando por encima de todo la contemplación de la verdad (theoría); el ideal teorético lleva a algunos a desinteresarse de la riqueza y del prestigio, a buscar por encima de todo el conocimiento, la verdad y el bien.
El mismo Platón ponía en correlación estos tipos de vida o de hombres con tres potencias del alma o facultades: el entendimiento, la voluntad y el sentimiento. La cuestión es: ¿cuál tiene prioridad? ¿A cuál de ellas corresponde gobernar? Las tres posibles respuestas son otras tantas actitudes ante la realidad. Cada actitud, o forma de entender la vida, viene definida por una idea de lo que es rector en el hombre: la mente, la voluntad o la afectividad. Son tres maneras de concebir la felicidad: ser sabio, ser poderoso, ser rico; tres motivaciones dominantes: conocer la verdad, dominar en el mundo social, o tener placeres y comodidades.
La «Academia de Atenas»
Hay en Roma una célebre pintura al fresco, obra del renacentista Rafael Sanzio, que se titula así. Están allí alegóricamente retratados los sabios de la antigüedad; en el lugar más destacado se ve un arco por el que entran el anciano Platón, que señala al cielo, y su joven discípulo, Aristóteles, que no señala al suelo sino que extiende plana la mano. La Academia ateniense forjó la actitud que la universidad medieval y moderna han recogido y proseguido, el ideal académico.
Platón de Atenas, fue discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles, fundó la Academia (en 387 a. C.) con el fin de formar gobernantes sabios. Sócrates, Platón y Aristóteles (siglos IVº-IIIº, a. de C.) afirmaron decididamente la prioridad de la vida según la razón, el ideal teorético. Según ellos, la admiración origina el deseo de saber. Aristóteles de Estagira (384-322, a. C.) escribió que en el ser humano lo natural es el deseo de saber. El saber, la intelección de la verdad, es la actividad que más cumplidamente llena la vida de sentido, para estos filósofos. El tiempo dedicado al estudio y al saber, el ocio (otium, en latín, cuyo contrario es el negotium) o “skholé” (de donde deriva el nombre de schola, “escuela”), es el mejor empleado, el único que ya está en el fin de la vida humana, la verdad y el gozo de ella, la felicidad.
Siguiendo a Aristóteles, comparemos el deseo natural humano con el de los irracionales. Las bestias están inclinadas a conductas fijas, ciegas, que cada espécimen repite sin originalidad. Para los animales lo natural es satisfacer necesidades inmediatas, sensibles, sin hacerse preguntas. Ahora, lo que es natural para las bestias, no lo es para el hombre. El ser humano subordina sus necesidades sensibles la su vida mental, que puede ser:
1) especulativa, cuando busca saber sólo para saber (teoría).
2) práctica, si busca saber para mejorar la personalidad moral (praxis)
3) técnica, si está encaminada a producir artefactos (póyesis).
La satisfacción de una necesidad, en los animales, es automática: no espera. El hombre, por el contrario, posee la capacidad de retener el tiempo y esperar (su conocimiento domina el tiempo), para él es antes pensar que satisfacer el instinto. Ahora, un ser que espera, que se detiene a pensar, domina su propio tiempo y no es dominado por el automatismo de los instintos y pulsiones orgánicas. En el hombre no gobierna el instinto, sino la razón; en el sentido literal, no tenemos instintos. En efecto, un ser que piensa no es instintivo, sino racional; porque pensar es pararse, detenerse a pensar; eso supone el dominio de toda la conducta desde lo universal, desde lo atemporal. Así pues, el deseo dominante de la bestia es la satisfacción sensible; el deseo dominante del hombre es saber. Mas como el saber es capaz de todo, el hombre es un ser abierto a la totalidad del ser. Por la apertura intelectual somos, en cierto modo, “todas las cosas”. Debido al conocimiento intelectual, el alma es, en cierto modo, todas las cosas, dice Aristóteles. Y Tomás de Aquino lo comenta así: “El alma intelectiva ha sido dada al hombre en lugar de todas las formas, para que el hombre sea en cierta manera la totalidad del ser”.
Apertura sin límite y reflexión, he aquí dos características del hombre. El animal está determinado por el medio en que vive (adaptación), también por el instinto (conducta fija). La razón interrumpe el automatismo de la vida instintiva –podemos detener los procesos naturales–, y crea los artefactos con que el hombre domina el mundo, lo cual es más que adaptarse a él. Por la razón, el hombre es homo faber, un ser inadaptado al mundo (Arnold Gehlen), que nace “prematuro”, pero construye su mundo, el mundo humano.
La inteligencia se demuestra capaz de sobrepasar los límites; se enfrenta con cualquier límite concreto, para ir más allá; eso hace del hombre una criatura inquieta, insatisfecha. Si hay una cima sin escalar, alguien llegará hasta allí tarde o temprano; si hay un abismo en las profundidades del mar, alguien tiene que bajar. Alguien tiene que ser el primero en llegar a donde todavía nadie ha llegado. Si hay una marca establecida en atletismo, hay que hacerla retroceder. Insatisfacción, apertura y progreso son naturales para el hombre. La naturaleza humana no está fijada; es naturaleza espiritual, no solamente física.
Aristóteles observó que a causa de esa apertura, los hombres –“tanto los antiguos como los actuales”, escribe– se maravillaron. Movidos por la admiración hicieron progresos: primero se extrañaron ante problemas comunes. Luego sintieron admiración al contemplar los astros –la firmeza del firmamento–. Por fin, la maravilla “sobre el origen del Todo”. Esta es, según Aristóteles, la causa del filosofar y su tema principal. La de este filósofo es una actitud teorética y principalmente metafísica.
Helenismo e «ideal del sabio»
Todavía en la Era antigua, durante la época helenística y romana (desde el siglo IIIº antes de Cristo, al siglo IVº después de Cristo), una diversidad de escuelas se planteó la naturaleza y sentido de la existencia humana, pero dando prioridad a la práctica. Destacan los filósofos estoicos (como Séneca, Epicteto, y Marco Aurelio, emperador), que consideran sabio al hombre que conoce el arte de vivir feliz, contentándose con poco y no permitiendo que los acontecimientos externos perturben su presencia de ánimo. El sabio adopta igual serenidad ante la buena o la mala fortuna. La sabiduría sería el arte de ser feliz y la felicidad consistiría en no sufrir. Por eso, el sabio busca la imperturbabilidad de ánimo o “apatía”. Los estoicos descubren el valor de la austeridad y el autodominio (abstine et sustine!, recomienda Epicteto), se dan cuenta de que el hecho mismo de vivir es algo feliz y bueno por sí mismo. Además, existe una Razón que gobierna el mundo (Ley natural), el sabio procura conocerla y seguirla, de modo que es sabio y bueno “seguir la naturaleza”, obedecer los dictados de la naturaleza propia es obedecer a Dios.
El estoicismo fue muy influyente en el mundo antiguo, y sigue resonando en algunos pensadores modernos. De él proviene la expresión popular “tomarse las cosas con filosofía”. Esta escuela mostraba una actitud práctica, orientada a la felicidad, entendida como “contento” de la vida. Había en ella un matiz “medicinal”: el ser humano padece, sufre a causa de sus errores, necesita ser curado y liberado de los males de la vida. Hay en esto una actitud próxima a la que se encuentra en las teosofías orientales, como el Hinduísmo y el Budismo.
Epicureísmo
Epicuro de Samos (341-270, a. de C.) fue el primer filósofo de la etapa helenística. La sabiduría consiste, para él, en una comprensión que permita al hombre ser feliz. La felicidad, según Epicuro, consiste en el placer (gr. hedoné); el hedonismo epicúreo juzga que el deseo natural de felicidad es idéntico al deseo de placer. No existe otra realidad que la materia; todos los seres constan de corpúsculos invisibles (átomos), que se agitan en el vacío y se entremezclan; los cuerpos constan de átomos, hasta las almas y los dioses están “tejidos” de átomos sutiles y ligeros. Bajo leyes físicas constantes, los cuerpos obran por la necesidad física. No obstante, al hombre le queda un estrecho margen de libertad; algo así como la inclinación que un cuerpo logra en su caída, moviéndose para desviar la trayectoria. El sabio invierte esa libertad en procurarse el verdadero placer. Hay placeres serenos y naturales, mientras otros son violentos o anti-naturales; se deben preferir los primeros, ya que los segundos acarrean penas y dolor. Placeres serenos son beber agua y comer pan en cantidad justa; placeres violentos son beber vino y manjares exquisitos, la embriaguez y la hartura son males y traen consigo otros males, como: más deseo, insatisfacción y enfermedad. Epicuro recomienda la austeridad, de modo semejante a los estoicos. Pero no basta. No hay vida placentera donde tienen cabida el miedo y la inquietud. Todos los temores se reducen a tres: temor a los dioses, temor al dolor y temor a la muerte. Los dioses son felices, luego no se preocupan de los hombres: no hay motivo para temerlos. El dolor y los placeres moderados no perturban. Lo que priva de serenidad es el deseo; quien desea huir de todo dolor y lograr mayores placeres siempre está inquieto, padece y, si consuma su deseo, se siente frustrado, pues vuelve a desear y con más vehemencia. Sólo quien renuncia a desear, deja de temer al dolor. La muerte, por fin, no nos afecta: al que vive todavía no lo afecta y a quien ya murió tampoco, luego la muerte no es temible. Más aún, la extinción del deseo y del dolor es el placer sumo, y el hombre aspira al placer, luego la muerte es el fin último del hombre, porque con ella desaparece todo deseo y todo dolor.
La actitud “positivista” en la antigüedad se plasma en el epicureísmo: rechazo de la teoría y de la metafísica, reducción de todo a materia y del bien a bienestar. Los epicúreos romanos acentuaron hedonismo de esta doctrina; ignorando la opción por la austeridad.
La Patrística
Otras escuelas de la etapa helenístico-romana fueron el neoplatonismo, el neo-pitagorismo y el escepticismo. A Atenas iban a suceder Roma, Pérgamo y, sobre todo, Alejandría como centros del saber.
La Patrística es un movimiento intelectual cristiano, contemporáneo de las escuelas griegas y romanas, de los siglos II-IV. Se esforzó en expresar la fe cristiana con el vocabulario y conceptos de la filosofía pagana, así como en infundir en ésta los ideales aportados por la fe cristiana; su principal resultado fue la síntesis de la filosofía griega y el monoteísmo. Ahora bien, el Cristianismo no es una filosofía más, como algunos creyeron, sino la plenitud de la religión revelada, la del Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Pero el Dios de Israel no es una divinidad nacional, sino el Dios del Universo, de todos los pueblos; esta universalidad y amplitud de la Revelación propicia la diversidad filosófica dentro del Cristianismo. Desde el principio, algunos cristianos hicieron suyas las ideas de Platón, otros las de Aristóteles, o las del estoicismo, etc., según la actitud de cada pensador.
Se considera a San Agustín de Hipona (354-430) la cumbre de la Patrística. Fue un pensador apasionado y vital, sensible a la belleza literaria y a la grandeza intelectual de los clásicos; tras su conversión al Cristianismo los entiende bajo una luz nueva: el hombre y el mundo son criaturas, el Creador no es un ser mudable, sino el Ser eterno, el mismo Ser. Agustín es un filósofo metafísico, platónico y cristiano.
La Escolástica, en la Edad Media, prolonga la obra teorética y práctica de las escuelas helenísticas y patrísticas, las enriquece con la aportación de los grandes teólogos medievales y la de filósofos musulmanes y con el redescubrimiento de Aristóteles.
La Modernidad
Trasladémonos al siglo XVIII, la época que alumbró la Revolución francesa. En la Ilustración hallamos nuevamente la actitud teorética y la práctica, como aproximaciones a la sabiduría. Más tarde, en la primera mitad del siglo XIX, el desarrollo industrial hizo posible –de manera antes insospechada– la actitud positivista. Un contemporáneo de Jaime Balmes, el francés Auguste Comte, dio a la moderna “fe en el progreso” un peculiar matiz tecnocrático.
La Ilustración, llamada “siglo de las Luces” (s. XVIII), adoptó una actitud de exaltación del domino humano del mundo. El progreso es su ideal. Dos pensadores encarnan bien ese talante del siglo de las Luces: Inmanuel Kant (1724-1804) yAuguste Comte (1798-1857). Ambos se oponen al Cristianismo en nombre de la autosuficiencia de la razón; no ven a la razón como criatura, sino como creadora –de la ciencia y del progreso–. Por un lado, Kant es un filósofo idealista, en quien domina la actitud teorética; mientras que Comte es el padre del positivismo y propugna la supresión de la filosofía en beneficio de la ciencia experimental y la técnica modernas.
Kant y la especulación
A Kant se lo puede considerar un claro ejemplo de filósofo especulativo. Es cierto que el interés primordial de su sistema es ético –la llamada “autonomía” moral de la razón–, y así lo vieron los filósofos del Romanticismo. No obstante, una parte de ese sistema, su teoría del conocimiento, contenida en la Crítica de la razón pura, es de tanta importancia en el panorama del pensamiento moderno y contemporáneo que frecuentemente se la ha considerado aparte, como la obra de filosofía especulativa más influyente de la modernidad.
En aquel libro, Kant considera al hombre repartido entre dos mundos: el físico y el moral. En el mundo físico, la racionalidad se plasma en las leyes exactas de la mecánica de Newton. La física moderna es el modelo que se debe imitar, si queremos responder a la pregunta: ¿qué podemos saber? O bien, ¿cómo es posible la ciencia? En el mundo moral, por el contrario, la ley básica es la libertad. Puesto que en éste existen deberes, ha de existir un sujeto libre. Ahora, Kant entendía la libertad del mismo modo que Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), en su libro sobre El contrato social (1762), a saber, entendía la libertad como independencia de causas externas. En el mundo físico todo está regulado por leyes y causas externas; por eso, en el mundo físico no hay libertad y el hombre no será una naturaleza.
Tal como Kant los veía, el mundo físico y el mundo moral (un mundo mecánico y otro espiritual) son heterogéneos; y debemos considerarlos siempre separados hasta que sean reunidos por Dios en la bienaventuranza que merece quien actúa de acuerdo con el deber moral, es decir, por puro respeto del deber. En el mundo físico el hombre bueno resulta frecuentemente perjudicado. Kant se da cuenta de que ser moralmente bueno no equivale a ser feliz en este mundo. Por lo tanto, Dios reunirá el mérito moral y el bien sensible; esta reunión del bien moral y del bien físico, al final, será la justicia definitiva.
La actitud teórica de Kant se expresa en su gran sentido de la admiración y la reverencia; el filósofo prusiano admiraba un doble prodigio: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes,… el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”
Fichte y la Acción moral
Como los clásicos, Kant veía en la admiración el inicio y causa del filosofar. Su discípulo Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), espíritu práctico y hombre de acción, pone sin embargo el inicio de la sabiduría humana en una elección libre, más aún: gratuita. Según Fichte, sólo son posibles dos filosofías: realismo e idealismo. La primera, afirma que lo real existe en sí, mas eso limita la libertad. El idealismo, por el contrario, afirma una libertad infinita y no reconoce nada “en sí”, exterior a la libertad. Esta dualidad –libertad y cosa “en sí”– equivale, en el pensamiento de Fichte, a la clásica dualidad de “sujeto cognoscente” y “objeto conocido”; pero ahora el sujeto es espíritu, libertad y capacidad de acción. Frente a esa idea del espíritu, la pretensión realista de que existen cosas reales, significa acentuar las limitaciones: las cosas son límites, mientras que la libertad es potestad sin límite; en fin, la libertad supera a las cosas, el espíritu es “antes” que la materia. El espíritu, que es libertad, “pone” la materia ante sí, para superarla. La superación, la lucha y la acción son el alma del progreso y en ella encuentra la libertad su exaltación y felicidad.
Ante el sorprendente planteamiento de Fichte, no queda más remedio que preguntarse: ¿cómo sabemos que el idealismo es la filosofía verdadera? Su respuesta es esta: por autoafirmación, se trata de una elección libre, sin razones. Este es el inicio del filosofar, según Fichte. La experiencia del poder de elegir, del esfuerzo y la superación, son, en su pensamiento, el punto de arranque de todos los razonamientos, no ya la admiración ante el orden del universo. “La filosofía que uno profesa depende de la clase de hombre que es”, afirma Fichte.
Los teóricos modernos de la Revolución (especialmente J.-J. Rousseau) son filósofos de la acción, como Fichte. Si les preguntáramos: ¿cuál es la realidad básica, el hecho primero e incontestable del que partís? No responderían que era el ser, o la verdad, tampoco la admiración. Dirán que la realidad primera es voluntad (Rousseau), o praxis, acción o al menos deseo en busca de satisfacción (Marx).
Ante concepciones tan vigorosas como las de Kant y Fichte se hace especialmente evidente la dificultad intrínseca de la filosofía y la prudencia necesaria, por parte de quienes no son especialistas, a la hora de leerlos y comprenderlos adecuadamente. La mayoría de sus asertos son ciertos y verdaderos, su forma de razonar es lógica y amplia, magnánima, pero llegan de repente a conclusiones que desconciertan al sentido común: el mundo no tiene otro ser que su aparecer (dice Kant del cosmos), y ese ser-aparecer del mundo lo crea el espíritu humano (dice Fichte). No hay razón para mirar con menosprecio a estos pensadores porque se atrevieran a contradecir tan abiertamente al sentido común del resto de los mortales; pero tampoco para dejarnos arrastrar irreflexivamente por lo atrevido u original de sus afirmaciones.
Los pensadores geniales merecen respeto. Ahora, el respeto que espera el pensador consiste en el esfuerzo de entenderle. Kant y Fichte intentaban comprender el espíritu; pero en su exagerado espiritualismo llegaron a difuminar (o a borrar) la diferencia entre el Creador y la criatura. Su idea del espíritu, olvida que es creado y destinado, por eso se internaron en una especie de “mística” (no del encuentro con Dios, sino del encuentro de la razón consigo misma) que se llamó “idealismo filosófico”.
Estas filosofías, especialmente el Idealismo absoluto, de Hegel, han originado una grave crisis en el siglo XX. ¿Qué es el hombre, sólo materia o sólo espíritu? Es casi imposible responder bien a preguntas mal planteadas. Todavía hoy se presenta en algunos círculos académicos como si fuera un éxito, o una “madurez”, lo que en realidad no son sino salidas “de emergencia” hacia el materialismo (marxismo, positivismo, neopositivismo cientifista) o hacia el “humanismo ateo” y el nihilismo (Sartre, Heidegger, filosofía neo-hegeliana, “pensamiento débil”, etc.). Hoy la tarea del pensamiento no puede consistir en darlo por “acabado”. La era postindustrial, de las comunicaciones y la bio-tecnología reclama, más que nunca, la responsabilidad de la filosofía. El universo físico, la dignidad humana, el misterio del mal, la historia y Dios, siguen siendo los grandes temas: nuestra tarea será comprender cómo se armonizan.
Comte y el Progreso técnico
Para Augusto Comte (1798-1857) la realidad humana está gobernada por el progreso en la forma histórica de la Ley de los tres estados, según ésta la humanidad es religiosa en su infancia, metafísica en su juventud y positivista en su madurez.
Comte es el fundador del positivismo; no concibe la filosofía como una actividad que valga por sí misma, para él el saber sólo vale por sus resultados útiles y económicos. Son consecuencia del positivismo el utilitarismo y el pragmatismo, actitudes que valoran el éxito por encima de todo. En dos frases se condensa la mentalidad positivista y antimetafísica de A. Comte:
1) Saber para prever, prever para proveer. El saber sólo interesa para anticiparnos, para dominar y explotar la Naturaleza. En otras palabras: Saber es poder. Y ¿qué pasa con la verdad de las cosas?
2) Todo es relativo, he aquí la única verdad absoluta, dice Comte, sin asustarse ante la paradoja que su afirmación comporta. No obstante, ¿una relatividad universal, no postula algún absoluto?
El ser supremo (le Grand Être), según Auguste Comte, es la humanidad (l’Humanité); el padre del positivismo concibió el saber como Enciclopedia, sistemática y al servicio de la industria y el poder político, un la futura “sociedad positivista”. La religión y el ser supremo de la nueva sociedad sería la Humanidad, su ideal moral el Progreso.
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