El relativismo es una corriente de pensamiento súper en voga, que se resume con una sentencia atractiva y aparentemente muy fácil de vivir: "Cada uno tiene su propia verdad". Dicen que es la clave contra la intolerancia y la homofobia, pues va acompañada del lema: "Cada uno vive su vida como quiere".
¿Es realmente es así? Cabe hacerse la pregunta en una sociedad en la que las divisiones, la violencia familiar, las peleas e insultos de los políticos, de los actores, de los gremios, etc., son noticia a la orden del día. ¿Por qué si el relativismo es tan atractivo y tan fácil de vivir, a estas alturas del partido, somos todavía tan poco "relativistas" en algunas materias? Si lo pensamos, si observamos a nuestro alrededor, notaremos cómo las discusiones, los maltratos y las groserías entre las personas, surgen por tonterías o nimiedades en las que nos mostramos muy poco relativistas. A nivel de la actuación y del comportamiento social, las cosas no nos dan igual. He aquí un primer problema del relativismo moral: el que no se nos enseñe a relativizar las cosas que afectan al propio yo. Por eso pienso que se puede hablar de una egolatría del relativismo.
Por su parte, el arte dramático refleja este relativismo moral en los famosos monólogos o representaciones teatrales protagonizados por un sólo actor o actriz. En Venezuela, por ejemplo, ha causado furor el que interpreta Mimí Lazo titulado El aplauso va por dentro.
El argumento de este monólogo deja al público con una interrogante: ¿Por qué si cada uno tiene su verdad y está llamado a vivir su propia vida todavía experimentamos la necesidad de aprobación? De allí el nombre de la obra, dirigida sobre todo a las mujeres. El aplauso va por dentro es un llamado a que las mujeres reconozcan sus propios méritos, se dediquen a conseguir sus metas, lleguen a ser exitosas, realizadas, etc., etc. etc., y que se liberen de ese afán de aprobación masculina que tanto obstaculiza su felicidad. Hasta aquí el argumento de la obra.
Mónica Montañés |
Me costó muchísimo sentarme frente a mi computadora y saber de qué es que yo les iba a hablar. Me explico. No es que yo no crea que tengo muchísimas cosas que decirles, no, soy escritora y uno de los requisitos básicos, indispensables de mi oficio, es el de tener un gran ego, un egote, casi un ogo, hasta me atrevería a ponerle una h. Sólo con un ego de ese tamaño puede creerse que uno tiene algo que decirle a los demás y más grave aún, que los demás necesitan escuchar. (...)
(...) yo pienso que hay un concepto errado de la universalidad y que mientras uno más hable de su propio ombligo, más gente va a identificarse, todo el mundo tiene un ombligo y creo que eso nos dio algo de resultado.
Desde el punto de vista de la comunicación, el relativismo plantea esta disyuntiva: ¿Tiene sentido compartir lo que pienso, lo que siento, lo que me pasa? ¿Cómo trasmitir a los demás mi experiencia, mis vivencias, lo que ha dejado huella en mi vida? Frente a un mundo relativista, la historia personal de cada uno parece irrelevante. Por eso, hace falta alimentar un gran ego, sentirse muy importante, universal, para ser capaz de decir algo a las personas.
El concepto errado de universalidad que plantea la escritora, es la consecuencia de una paradoja que no logra resolver dentro de los esquemas de su relativismo: ¿Por qué si cada uno tiene su propia verdad hay tanta identificación cuando hablo de mis problemas, de mis cosas? La interrogante se resolvería si cada uno creyese, con más convicción, en la propia capacidad de poseer la verdad; no mi verdad, sino una verdad universal, amplia, rica, que poco a poco nos va llenando de luces el entendimiento y el corazón. Y de este modo compartimos con mayor intensidad nuestra condición de personas.
Pero esa capacidad de captar la verdad no se reduce a hacer diagnósticos o desahogos de los problemas personales. No basta hablar con el ombligo, sino con la razón, que es la potencia capaz de llegar a una comprensión profunda, esencial, de las cosas que nos pasan. El segundo problema del relativismo es que las personas se sienten satisfechas con respuestas parciales y accidentales a sus problemas. Por eso se plantean casos, se describen situaciones, se abren interrogantes, pero al mismo tiempo se evade el compromiso de buscar y dar respuestas cabales que afronten las raíces de los problemas.
Veamos, por ejemplo, a qué se debe esa necesidad de aprobación que seguimos teniendo aún en este mundo tan relativista ¿De dónde nos viene? ¿Cómo afrontarla? Una causa podemos encontrarla en nuestra condición de criaturas, es decir, de seres que no se han dado el ser a sí mismos, sino que lo han recibido de otro. De allí la necesidad de reafirmación de nuestro ser.
De la mirada interior y de ese afán por reconocer y por expresar las propias vivencias, surge la necesidad de tener un interlocutor, alguien que dialogue conmigo y me explique el por qué de las cosas que me pasan. Cuando se pretende negar esta necesidad del diálogo interior, entonces se afirma el "súper yo", como instancia autónoma y autosuficiente. Pero esta postura no nos convence, porque el hombre no es un ser solitario, sino esencialmente social.
Por eso, El aplauso va por dentro es una expresión que puede significar dos cosas diametralmente opuestas: o que sólo yo puedo afirmar la verdad de mi vida, o que hay otro que lo puede hacer en mí. ¿Y quién puede ser ese otro sino el mismo artífice de mi propio yo, de mi Creador?
Creo que el meollo del relativismo consiste en la negación de un Dios personal capaz de entablar un diálogo íntimo conmigo. Dios puede fundar una relación real, de dos, porque no es un invento de la imaginación, ni tampoco una fuerza cósmica, y menos todavía una energía. La mayoría de las personas no niegan por completo la existencia de Dios, pero sí su dimensión personal, con la consiguiente imposibilidad de entablar amistad con cada ser humano. En esta materia, quizás el ejemplo más elocuente sea el de San Agustín, aquel hombre inquieto que buscaba a Dios por todas partes, fuera de él, hasta que descubrió que Dios moraba dentro de él:
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y abraséme en tu paz.
Es cierto: conseguida la aprobación de Dios, el aplauso íntimo de un Dios que me enseña la verdad de las cosas, de mi vida, de las demás personas, no hace falta ningún otro reconocimiento: El aplauso va por dentro. Pero para conseguir esta auténtica reafirmación de mi ser, más que alimentar un súper ego -empresa ardua y muchas veces estéril- lo que hace falta es ser súper sencillos, humildes, abiertos. Así se construye el verdadero "relativismo del yo" que tanta falta hace en nuestros días.
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