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El dilema ético del súper héroe



Allí están los súper héroes. Todos nos hemos entretenido con sus hazañas en su inevitable misión de salvar el mundo. Los súper héroes son los garantes del bien, de la justicia, de la libertad. A ellos se les confía la salvación de la Humanidad. Debido a su gran misión estos personajes cuentan con sobradas habilidades y con dotes extraordinarias, tales como volar, ser más fuertes de lo normal, tejer telas de araña, ser elásticos, invisibles, cambiar la forma de su cuerpo, etc. En fin, cada uno tiene su súper héroe favorito.




El súper héroe se vale por sí mismo porque posee habilidades sobre-humanas. Si cae, vencido por el enemigo, él mismo se levanta. La moral del súper héroe es una moral autónoma porque se basta a sí mismo para aprender, para crecer, para mejorar y para levantarse. No necesita ni padres, ni hermanos, ni amigos, ni consejeros para salir adelante de un problema o para afrontar una situación difícil o dolorosa . La conciencia del súper héroe está blindada contra la desmoralización, el sentimiento de fracaso, la cobardía, el miedo o la depresión. Un súper héroe es, en definitiva, un semi dios.


¿A dónde voy con todo esto? A que tengo la impresión de que muchas veces corremos el peligro de creernos los súper héroes de nuestra propia biografía.

Comencemos por el plano eminentemente físico. Allí encontramos un primer peldaño en el que se evidencia la moral del súper héroe: ¿No es cierto que en ocasiones vivimos al límite de lo físicamente posible? Nos sentimos dotados de unas cualidades físicas extraordinarias, y por eso vivir es sobrevivir, en palabras de la filósofa Ana Marta González. Pienso que en esto consiste la moral de muchos jóvenes de hoy, que resisten físicamente lo irresistible; someten el cuerpo continuamente a los excesos. De allí el auge que los deportes extremos tiene en nuestros días. En cuanto a los adultos, también vivimos esta moral por la grandísima carga de stress al que, ciertamente, sometemos el cuerpo: trabajamos sin descanso, robamos horas al sueño, nos alimentamos mal. Y si es la hora de divertirnos todos, jóvenes y menos jóvenes, lo hacemos sin reparo de lo que el cuerpo pueda sufrir: bebida en exceso, comida en exceso, sensaciones en exceso, sol en exceso, velocidad del carro en exceso, cansancio en exceso.  


Pasemos ahora al plano más profundo de la libertad. Solemos plantearnos la ética como la moral de los súper héroes, es decir, como una serie de ideales de comportamiento ético que son tan espectaculares como inasequibles a nuestra condición humana. Creemos que son buenas las personas a las que no les cuesta ser buenas pues, quién sabe por qué motivo de selección natural, ellas nacieron siendo así, buenas y virtuosas. De este modo, para los mortales resulta imposible no mentir, no robar, o ser honrados, disciplinados, etc. Sólo los súper héroes pueden perdonar, mantener un compromiso, sacrificarse por los demás, llevar a cabo una obra de manera desinteresada. De resto es pura demagogia y discurso bonito, nada real. Cosas que se aplauden, que se leen, que se cantan y se admiran, pero que no se viven.


Pero Nietzsche, el filósofo que acuñó por primera vez el término de súper hombre, sostenía que algunas personas, en un momento determinado de sus vidas podían decidirse a estar por encima de ellos mismos, es decir, a superar esa convicción de incapacidad de ser heróicos, y así vencían cualquier defecto, debilidad, falta de ganas, etc. En ese momento se convertían en súper héroes de su propia existencia. Ya no necesitan de los demás, nadie tiene que decirles lo que es bueno y lo que es malo, comienzan a ser autosuficientes y a tener un dominio tal de sí mismos que luego podían dominar a los demás. De esta visión de la vida no se percató la Madre Teresa de Calcuta, sino Hitler. 


Por eso, la concepción autónoma de la moral no sólo exime a algunos de cualquier comportamiento ético posible, sino que a otros -y estos son a mi modo de ver los casos más peligrosos- los hace creerse invencibles, moralmente perfectos, salvados de cualquier reproche a sus conciencias.

¡No hay nada más lejano de esta mentalidad que la ética cristiana! El ideal cristiano es alto, es arduo, sí, es heróico, pero no es ni inasequible ni alcanzable por las propias fuerzas humanas ni por las propias convicciones éticas. Si un cristiano se plantea una acción heróica es porque se sabe sostenido y fortalecido por la mano poderosa de un Dios escondido pero cercano. De este modo, se reconoce como ser débil e indefenso, vulnerable, fácilmente manipulable y con tendencia a errar si se guía sólo de su propia conciencia; pero al mismo tiempo se sabe rescatado, redimido, levantado de sus caídas y equivocaciones, asistido en todas sus batallas por el amor de Dios.

Por eso, en lugar de considerarnos súper héroes, el secreto para poder vivir realmente, éticamente bien, parece estar apoyado en la convicción de la absoluta necesidad de "Otro" que nos levante, que nos sostenga, que nos perdone, que nos anime a seguir avanzando. Es, en definitiva, librarnos de ese prejuicio de la autosuficiencia, del "seréis como Dios" que continua tentándonos como a nuestros primeros padres, Adán y Eva.  



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