Hace
una semana escribía que el desprecio por la lógica oculta el desprecio por la
verdad. Ahora quiero hablar de la ética y su desprecio, que esconde el
menosprecio por la libertad, un don maravilloso que tenemos los seres humanos.
En términos generales, usamos la palabra libertad para referirnos al comportamiento natural de las cosas cuando no tienen obstáculos. Dejar libre a los pájaros supone dejarlos volar; igualmente, si liberamos unos globos de helio es porque les quitamos lo que impide que ellos se eleven. La tendencia natural de las cosas es a lo que nos referimos cuando hablamos de libertad.
La
pregunta es ¿cuál es la tendencia natural del hombre? Evidentemente la pregunta
es compleja y exige varios niveles de aproximación: porque es tan natural para
nosotros el comer y el dormir como el aprender, el hablar, el pensar y el decidir.
Hay actos humanos involuntarios, como respirar, y actos humanos voluntarios,
como amar, y ambos son naturales aunque ciertamente no están al mismo nivel:
amar es más perfecto y más humano que respirar, porque el amor implica
elección, decisión, sacrificio y compromiso. Respirar no cuesta nada.
El
hombre es un ser racional, por lo tanto, todo lo que hace con su razón también
es natural. Tradicionalmente se habla de dos funciones de la razón: la función
intelectual propiamente dicha (reflexionar, entender, conocer), y la función
práctica que es la razón volcada en el hacer (creación, arte) y en la propia
conducta (moral).
Somos
los únicos seres capaces de auto-dirigirnos a un fin. Precisamente para eso
somos libres, para destinarnos. Nos proponemos metas, objetivos, proyectos, y
los alcanzamos con la libertad. La ética es la ciencia –teórica y práctica– que
se ocupa de decirnos no lo que tenemos que hacer sino el por qué debemos
comportarnos de cierta manera. La ética nos enseña, por ejemplo, que no todo lo
técnicamente posible es éticamente bueno. Gracias a la ética podemos juzgar la
bondad de los actos humanos y sus consecuencias. Estudiar ética y, sobre todo,
conducirse según la ética supone valorar la libertad: cuidarla, sacarle el
máximo de sus potencialidades y darle fines elevados.
Hoy en
día se habla mucho de libertad: “mi libertad, mi libertad” pero no se asumen
las consecuencias de los actos. Se cae fácilmente en decisiones a la ligera,
sin medir los efectos, en adicciones, en callejones sin salida. Se incumple la
palabra, se huye del compromiso, se transgreden las leyes, se miente con
facilidad. Entonces uno se pregunta ¿para qué tanta libertad si al final se
opta por lo más fácil, lo más cómodo, lo menos racional y, por tanto, lo menos
humano? Somos los artífices del conocimiento, de las leyes, de los grandes
compromisos y de los ideales más elevados. Sin embargo, pareciera como si
siempre estuviésemos reservándonos algo de libertad para después. La
entrega, el sacrificio por amor y el compromiso son la mejor prueba de que
somos libres, de que tenemos capacidad de destinarnos y de mantenernos en los
fines propuestos. No hace falta hacer en cada momento lo que me provoca,
lo que me nace, lo que me satisface para comprobar que se tiene libertad. Somos
más libres cuando no cedemos al capricho innecesario que cuando cedemos.
Por
último, vivir según la ética no nos da licencia para matar. Juzgar, condenar,
despreciar o maltratar al otro porque no vive según la ética entraña una
inconsistencia de fondo: creer que la ética se resume en unas cuantas normas
que hay que cumplir cuando, en realidad, la ética nos lleva por un plano muy
empinado que termina en el amor a los amigos y a los enemigos. Juan Pablo II
insistió mucho en la ética de la primera persona (yo, mis actos), en
contraposición a la ética de la tercera persona (el, ellos, sus actos). Se trata
de juzgarse a uno mismo, no a los demás. De esto hay infinidad de testimonios,
comenzando por las mismas enseñanzas de Jesús de Nazaret. Cada persona tendrá
sus metas éticas: algunos tienen que empezar por descubrir que tienen
conciencia, otros tendrán que imitar las altas virtudes de la caridad: la
misericordia, la comprensión, el perdón. Juzgar lo mal que están los demás
conlleva, en el fondo, a auto-eximirse de seguir cultivando la propia libertad
creada por amor y para amar.
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