“Paseaba por un sendero con dos amigos; el sol se puso. De repente, el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio: sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad. Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza”. Así describía el pintor noruego, Edvard Munch, la vivencia que inspiró su famosa obra “El Grito”. La angustia, ansiedad, desesperación quedaron inmortalizados en ese rostro tan difundido que hoy figura hasta en forma de emoticón de WhatsApp.
La angustia. El grito. La oscuridad. De la psicología existencial y de la terapia del sentido (logoterapia) nos viene una interesante explicación del origen de la angustia, atribuida a Ruitenbeek (1972): “Si una persona posee un fuerte sentido de su identidad, de la permanencia de las cosas y de una individualidad integral, puede sentirse segura. Por el contrario, tan pronto experimente el no-ser, se sentirá acosada por la angustia”.
La identidad es concepto integral en el que confluyen la dimensión individual y relacional de la persona. Es conciencia de lo que somos de manera estable y profunda. Tiene que ver con el sentido de pertenencia, con las raíces familiares y nacionales. Se trata de un fundamento emocional que subyace a la conducta y a la moralidad de los actos libres. Somos lo que somos independientemente de los acciones de libertad, sean consecuentes o no con nuestra identidad. Las crisis de identidad, dice Ruitenbeek, provienen de la experiencia del no-ser: una suerte de enajenación existencial que puede ocurrirnos a causa de continuas evasiones de lo real, auto-engaños, grandes choques, cambios bruscos y radicales, accidentes, grandes expectativas frustradas, etc. Las personas suelen pasar por crisis de adaptación en las que puede estar en juego su identidad, pero pronto se recuperan siempre y cuando se abran y acepten la nueva realidad tal-cual-es y no como les gustaría que fuera.
El sentimiento de patria es una fuente importante de identidad, aunque no es el único ni es superior a las raíces familiares y religiosas. El Papa Juan Pablo II hizo importantes reflexiones sobre el patriotismo, a propósito de la experiencia pastoral con sus conciudadanos, traumatizados y heridos por las terribles circunstancias históricas y políticas que vivieron (oscuridad, sangre, represión). En una carta dirigida a los polacos les dijo: “El amor de la patria nos une y debe unirnos por encima de cualquier divergencia. Esto nada tiene que ver con un rígido nacionalismo o chovinismo, sino que surge de la ley del corazón humano. Es la medida de la nobleza del hombre. Medida puesta a prueba muchas veces durante nuestra nada fácil historia.” (Carta a los polacos, 23 de octubre de 1978).
La identidad patriótica surge como un acto de conciencia de lo que somos, más allá de las divergencias, desorientaciones, errores históricos y enfrentamientos sociales. El patriotismo que nos identifica debe incluir el reconocimiento, la aceptación y la valoración de las divergencias humanas en un mismo espacio geo-histórico y cultural.
Paradójicamente, corrientes ideológicas que pregonan el patriotismo no lo asumen desde la diferencia sino mas bien exaltan la uniformidad de las personas bajo esquemas patriota-traidor. Marxismos, positivismos, romanticismos aspiran a la unificación de toda la humanidad bajo ideales de fraternidad universal: “todos los hombres unidos, todos solidarios, todos hermanos… cuando se hicieran buenos los hombres no se necesitaría Estado ni gobierno” (Vaz Ferreira). Así piensan los románticos, positivistas y marxistas: todos románticos al fin.
En ese triple enfrentamiento ideológico no caben verdaderas diferencias conceptuales en cuanto a sus pretensiones de uniformidad universal, sino oportunismos demagógicos, falsas teorías y frases de moda. La angustia, ese grito de identidad causado por la pérdida de sentido, falsas expectativas, fantasías creadas y frustraciones acumuladas, no se mitiga con proclamas voluntaristas sino con un retorno decidido, firme y sereno a la cotidianidad; a la verdadera esencia y desarrollo normal conforme a lo habitual de la política, de la economía, de las instituciones, del mercado, de los derechos ciudadanos, de las estadísticas, de las decisiones ajustadas a criterios objetivos y profesionales, de los servicios públicos y del respeto a la vida privada. Condiciones que generan normalidad de vida (luz, agua, teléfono, comida, trabajo, gas, salud, internet) y que ciertamente todos anhelamos, incluso por encima de un gentilicio que ha sido manoseado por el poder, y que hoy lejos de generar estabilidad identitaria genera angustia, miedo, soledad, desolación; experiencias humillantes y denigrantes, como artillería anti-venezolanos en la frontera y xenofobia en las ciudades. La experiencia de Munch -ese grito infinito que atraviesa nuestra naturaleza e identidad- es hoy tan nuestra como la de él, en los albores de la Primera Guerra Mundial.
Del fondo de la patria real, de eso que llaman la Venezuela profunda, el grito de tantos venezolanos debe movernos a la acción, a la organización, al reencuentro. El verdadero patriotismo es capaz de unir por encima de las diferencias, nos recuerda Juan Pablo II, y determina la medida del corazón del hombre y la mujer de hoy. Figuras como las de Simón Bolívar, José Gregorio Hernández, Mario Briceño Iragorry -y tantos más- deben convertirse en fuente de reconocimiento y aceptación. No permitamos que ese patrioterismo uniformado, grosero, arrogante, violento y bochornoso nos siga invadiendo de angustia y desesperación
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