Dice el filósofo argentino Damián Fernández Pedemonte: “No nos alcanzará con haber desarrollado una ética de la acción: es decir, saber qué hacer o qué omitir, buscar el bien y evitar el mal, ejercitarnos en la virtud y combatir el vicio. Además de esto, más o menos asentado, nos tocará ahora edificar una ética pasiva, de la recepción de lo que nos llega sin buscar: una ética de la hospitalidad, según Daniel Innerarity” (Damián Fernández).
En efecto, el concepto de hospitalidad ilustra muy bien la realidad de que ninguna existencia se desarrolla con absoluta autonomía, que no existe un «yo» sin sus circunstancias, como bien apuntaba Ortega y Gasset; y que desarrollamos nuestro ser en un entramado de relaciones de interdependencia con hechos y personas que nos van definiendo y transformando.
Hoy, la concepción de identidad entendida como conciencia de pertenencia a un determinado grupo, específico y bien delimitado, viene debilitándose por la facilidad de reinterpretarse y reconfigurarse, en una adquisición libre que nos brinda el globalismo, las nuevas tecnologías y el acceso a tantos movimientos identitarios que pululan por las redes sociales en forma de texto, videos, memes y Tik Tok. Los vínculos sociales rígidos se debilitan y son sustituidos, cada vez más, por vínculos abiertos, escogidos o construidos por los individuos, destaca Daniel Innerarity.
Por eso, no extraña el individualismo, tan ajeno a la acogida hospitalaria, que nos acecha. De allí el voluntarismo y la tendencia a fantasear, que solo ocultan la inseguridad y la fragilidad de no saber realmente quién soy y a dónde voy. Asumimos con más facilidad las posibilidades que las realidades, aunque esto incluya un sin fin de riesgos y apuestas desorbitadas. Frente al descalabro antropológico, Innerarity invita a ver la libertad como capacidad de compromiso estable en proyectos, empresas, decisiones vitales; capacidad moral de autoexigencia y autoevaluación reflexiva para corregir y reorientar la propia vida.
Si evidenciamos esta complejidad en la propia existencia, imaginemos la dimensión de dificultad que experimentan hoy las relaciones entre individuos, grupos sociales y políticos. Si relacionarse con otro supone superar extrañezas y sentimientos de extrema atracción, indiferencia o rechazo, más complejo será si el otro vive en continua reconfiguración y reivención superflua.
Y ante ese síntoma asfixiante de extrañeza y fuertes sensaciones que se vienen de manera constante, no queda otra que dar acogida voluntaria —esto es virtuosa— a todo aquello que genera contrariedad, como parte del propio entrenamiento moral.
El grande Agustín de Hipona nos dejó unas líneas fascinantes fruto de su entrenamiento en esta ética de la hospitalidad ejercida desde el gobierno: «Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, refutar a los adversarios, guardarse de los insidiosos, instruir a los ignorantes, estimular a los indolentes, aplacar a los pendencieros, moderar a los ambiciosos, animar a los desalentados, apaciguar a los contendientes, ayudar a los pobres, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos y [¡pobre de mí!] amar a todos» (Serm., 340, 3).
Qué ajustada resulta esta invitación al ejercicio de la ética de la hospitalidad, en medio de la hostilidad política y confrontacional que vivimos. Enfrentamientos que por lo general mutan apoyados en esta contemporaneidad fluctuante, capaz de llevarse por delante cualquier rasgo esencial de la propia identidad, quedándose en una superficialidad hueca, vacía.
La urgencia ética deberíamos plantearla bajo esta óptica hospitalaria, no moralista. Acoger al hermano que se nos cruza desbaratando nuestros planes, afirmaba con valentía Benedicto XVI, refiriéndose a esos huéspedes inesperados de la vida que no tenemos más remedio que acoger.
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