El sábado 10 de febrero de 1996, en el entonces majestuoso teatro Teresa Carreño, el Santo Padre celebró un encuentro con responsables de la vida social, cultural, política y económica de la nación. Desglosar su discurso hoy resuena como aldabonazos a la conciencia de quienes fueron interpelados en ese momento para cumplir con tareas urgentes que sin duda constituían una obligación nacional: “De vosotros depende, en gran parte, la tarea de la construcción de una Venezuela cada vez mejor que, recogiendo lo más precioso del pasado, camine hacia el progreso y el bienestar integral de todos y cada uno de los miembros de la comunidad nacional”.
La iglesia venezolana avizoraba signos ingentes de descomposición social e institucional. Carlos Raúl Hernández habla de treinta años de destrucción continuada y acentuada de cualquier fenómeno asociativo en Venezuela, sea de orden político, económico, social, cultural, educativo, solidario, de servicios básicos o de convivencia mínima. Una suerte de canibalismo social e institucional que, de manera feroz y contumaz, alcanza cualquier esfuerzo que se haga dentro o fuera de Venezuela, para intentar levantar a un país invertebrado. En este contexto, un supuesto proyecto de apertura económica no estaría exento de esta voracidad. De hecho, experiencias frustradas de privatizaciones no han faltado en este treintenio, y nada indica que esta nueva ola neoliberal no termine anegada en sus propias contradicciones, que oscilan entre el régimen comunal y el modelo chino, pasando por el sultanato musulmán. Las contradicciones subyacentes de nuestro sistema democrático se quedaron en pañales.
Decía Juan Pablo II: “Venezuela ha vivido en las últimas décadas un progreso económico real y significativo, unido al desarrollo de un régimen democrático y de libertades enmarcadas en un Estado de derecho. Sin embargo, actualmente se enfrenta a serias dificultades en los diversos ámbitos de la vida nacional, pues una grave crisis económica, que venía preparándose inexorablemente, está afectando duramente a la clase media y baja, aumentando de forma dramática la pobreza hasta hacerla desembocar en muchos casos en auténtica miseria”. El empobrecimiento creciente, la falta de oportunidades y las condiciones de vida precarias generan situaciones de crisis que ascienden de lo material a lo moral. La Iglesia señala que la peor miseria humana es la espiritual, que muchas veces se forja en condiciones de vida inhumanas que tienden a alienar a los individuos de su propia conciencia. Se vive para robar, para mentir, para vengarse, para agredir: “Esto, ciertamente preocupante, lleva a la desorientación, provoca desaliento y desesperanza, así como una cierta desconfianza en las instituciones”.
Las ideas de Juan Pablo II podrían rehabilitar la conciencia de los principales responsables de superar lo que ya no es una crisis sino una catástrofe. Aprovecho este espacio para traerlas nuevamente a nuestro presente:
“Lanzo mi llamado a los políticos, para que, superando las diferencias partidistas y los intereses particulares, aúnen sus voluntades en la búsqueda responsable y desinteresada del bien común, mirando de modo especial hacia las clases más necesitadas. En esta hora difícil, pero decisiva en la vida de la Nación, exhorto a los políticos y a cuantos ocupan puestos directivos, a trabajar incansablemente por el verdadero bien del país, secundando eficazmente las iniciativas que lo favorezcan y dando claro testimonio de honradez en la vida privada y profesional”.
“El estamento militar, heredero de Bolívar y Sucre, está llamado a vivir su vocación castrense trabajando por crear condiciones de seguridad, estabilidad y fraternidad en un mundo donde la guerra quede desterrada y la paz sea un bien real. Por eso deseo animar a todos sus componentes a garantizar siempre la paz en libertad, soberanía y dignidad”.
“Invito a los intelectuales, artistas y educadores a que, siguiendo las huellas de Andrés Bello, Cecilio Acosta y Caracciolo Parra, y alimentándose en las fuentes del bien y de la belleza auténtica, lleven a cabo su acción en la sociedad, orientándola hacia la verdad suma que es Dios”.
“Recuerdo a los trabajadores y empresarios la responsabilidad que tienen de asegurar una producción que satisfaga adecuadamente las necesidades básicas, manteniendo unas relaciones laborales que conjuguen los propios intereses con el espíritu solidario y las exigencias ecológicas de las actuales y futuras generaciones, permitiendo así mantener un nivel aceptable de calidad de vida”.
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