Con notable claridad, Arístides Calvani desglosaba un principio tan estimado por los demócratas, exponiendo, quizás, su más profunda complejidad: «Hablamos de un mundo plural y de una sociedad pluralista. Cuidado, la pluralidad de regímenes en el mundo no implica una sociedad pluralista (…) Un mundo plural es la coexistencia de un conjunto de regímenes de distinta inspiración. Yo quiero un mundo que sea pluralista por mis principios; entonces, la pluralidad de regímenes debe ser conducida de tal manera que, en definitiva, vaya a recalar en el pluralismo propiamente dicho de una sociedad pluralista (…) Y así podría seguir haciendo una serie de consideraciones que mortifican cuando uno tiene que operar ya en una política internacional».
El principio de pluralidad exige la reflexión acerca de cómo debe ser la relación con quienes no creen en una sociedad pluralista, como condición de libertad y garantía de los derechos humanos. Meditación que se hace urgente en vista del nuevo desafío geopolítico, impulsado aparentemente por el presidente Joe Biden, de crear un «cerco democrático» que detenga el auge del autoritarismo global o, como decía Fernando Mires en días recientes, con el propósito de impulsar «la contradicción principal de nuestro tiempo: la que se da entre autocracias y democracias».
Es decir, Estados Unidos estaría pasando de la dialéctica comunismo-anticomunismo, a una nueva polarización global entre autoritarismo y democracia.
Durante la Guerra Fría, América Latina sufrió graves retrocesos en materia de derechos políticos y democráticos. Vivió también la exacerbación de movimientos nacionalistas inspirados por el marxismo-leninismo y padeció los excesos de un intervencionismo que, en aras de enfrentar la expansión comunista, sacrificó proyectos democráticos en los países latinoamericanos, financiando dictaduras militares anticomunistas; y valiéndose de instrumentos como el TIAR y la OEA, apoyaron regímenes procapitalistas y antizquierda.
El saldo ya lo enunciamos: un importante número de movimientos guerrilleros, extremistas, diseminados por toda la América hispana, desde el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en México, hasta Montoneros y Ejército Revolucionario del Pueblo en Argentina. Todos ellos proclives a la lucha armada como vía para conquistar el poder y hacer prevalecer su sistema político anti-imperialista.Plantear la defensa del sistema democrático en términos dialécticos puede no estar exento de las mismas paradojas de la polaridad comunismo-anticomunismo que tantos perjuicios ocasionó en América Latina. De hecho, Estados Unidos mantiene buenas relaciones con países cuyo sistema de gobierno no se caracteriza ni por la defensa de los derechos humanos ni por las garantías democráticas, como ocurre por ejemplo con el reino de Arabia Saudita o con la república socialista de Vietnam.
Retomando el tema latinoamericano, no fue sino hasta tiempos de los cancilleres que conformaron el Grupo Contadora cuando se logró amainar el conflicto político centroamericano. La clave del éxito fue sencilla de narrar: evitar la injerencia de los polos, conformar un espacio diplomático propio, ajeno a la confrontación global comunismo-anticomunismo; ejercitar los principios y valores democráticos, las relaciones políticas, con autonomía y afinidad facilitada por las raíces culturales, trascendiendo así las diferencias ideológicas que los dividían.
Los mandatarios comprendieron que tanto América Latina como China, Rusia, Turquía, los países árabes y tantas otras naciones, están llamados a encontrar la forma de hacer valer principios universales que no pertenecen a la tradición democrática de ningún país, mucho menos de Estados Unidos de moderna constitución, así como tampoco a la larga tradición occidental de Europa. Por eso, Calvani proclamó la tesis de la «justicia social internacional» (menos desigualdad norte-sur) y la del «pluralismo ideológico» (coexistencia pacífica con Cuba), oponiéndose a EE. UU. en múltiples aspectos. Durante el gobierno de Rafael Caldera se establecieron relaciones con la URSS y otros países socialistas.
Por más valiosa que sea la experiencia democrática de los norteamericanos, nunca podrán sustituir a ese demos o pueblo que, lejos de ser una abstracción griega, es una realidad arraigada en el espacio y en el tiempo y, como tal, es el único que puede orientar, sin utopías ni fantasías, su propio destino.
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